de SANDRO CHIGNOLA

1. Hacer de Europa una sola provincia

Europa es nuestro territorio: el espacio heterogéneo, contradictorio, estriado donde territorializar las luchas. Esto significa al menos dos cosas.
La primera, que el proceso constituyente europeo, aun aceptando todas sus contradicciones y su brusco cambio de orientación en la crisis, ha marcado un punto de no retorno al haber redefinido la geografía del capital, remodulando los ritmos y los espacios de la acumulación, así como reinventado las tecnologías de gobierno. Todo ello constituye un salto de escala que liquida el modelo socialdemócrata de integración y acuerdo al cual ha estado ligada la constitución en cada país singular. La fórmula del Estado-nación ha dejado de tener curso en Europa, junto al sujeto en el que engarzaba su proyecto de ciudadanía: el cabeza de familia blanco, masculino, trabajador con contrato indefinido.

Pero en segundo lugar, ¿qué entendemos cuando decimos que Europa es nuestro territorio? Que el mundo hace tiempo que ya no responde a las jerarquías tradicionales. Y que justamente por esto es sobre el terreno de Europa donde han de ponerse en cuestión y verificarse las estrategias de la governance global: es decir, al interior de los ambivalentes procesos de reestratificación del mando, que son una respuesta a aquellos movimientos e insurgencias del trabajo vivo que rediseñan la geografía del continente, abriéndolo en dirección al Mediterráneo y al Este. Esto es lo que nos interesa.

Europa es nuestro territorio porque nos provee del punto de vista, la perspectiva desde la que observar los procesos que buscan fijar nuevas jerarquías y nuevos dispositivos de acumulación. Y viceversa: porque solo una visión mucho más general y amplia, capaz de captar la altura de estos procesos, estará en disposición de reconocer a Europa —incluso en sus limitaciones y a pesar de las agudas contradicciones que la atraviesan— como un punto intermedio de articulación y de intersección de la dialéctica del capital global. “Provincilizar Europa”, por tanto: poner a prueba la consistencia de su proyecto de integración, analizar sus dispositivos posdemocráticos de gobierno que forman parte de un proceso mucho más amplio de reposicionamiento de los poderes y de las funciones del capital financiero global, mapear los contornos de las nuevas geografías de la valorización y de los procesos transnacionales de subjetivación de los gobernados como clave para resignificar la ciudadanía en clave “europea”. Estos son, a mi juicio, los presupuestos irrenunciables para abrir la discusión y poner en marcha un pensamiento y una práctica política a la altura del presente.

2. Management de la crisis y deconstitucionalización: sobre la governance europea

Lo que me parece necesario es, sobre todo, reconsiderar el proceso de integración europea de los últimos veinte años. El proceso que comienza con la crisis económica iniciada en 2007-2008 se caracteriza, en mi opinión, por una forma particular de management de la crisis. Lo que entra en crisis es la forma misma de la experiencia constitucional en la cual, durante todo el siglo pasado, se ha basado la especificidad del “modelo europeo” que llegó al Estado de Bienestar tras la segunda posguerra. Por un lado, crisis fiscal del Estado; por el otro, crisis del modelo-fábrica como esquema de organización fordista del trabajo y como sistema de integración política y social de la clase obrera. Y es en esta doble crisis donde estalla el esquema virtuoso del estímulo recíproco entre organizaciones obreras y constitución, sobre el cual regía el acuerdo que caracterizó el ciclo de expansión de los derechos sociales en la mayor parte de los países europeos.

A partir de la década de 1980, la desindustrialización y la organización reticular y difusa de la producción, la terciarización y la cognitivización del trabajo, la financiarización de la economía y del capital, organizan la respuesta a la creciente ingobernabilidad de las fábricas, traduciéndose en nuevos dispositivos de captura de la cooperación social. Nuevos saberes y nuevas tecnologías del derecho entran en funcionamiento para gestionar procesos ya no ubicables en el marco de la constitución y del Estado-nación. Hablar de deconstitucionalización significa no solo dirigir la atención a las características de una producción de normas y regulaciones que ya no respeta la tradicional jerarquía de las fuentes del derecho, que incide materialmente sobre la vida de los hombres y de las mujeres sin anclarse procedimentalmente en la legitimidad de las decisiones democráticas, y cuya connotación ejecutiva, administrativa, cabalga sobre una retórica de la eficiencia que se remite a la maximización de los fines sin referirse a los procesos de formación de la voluntad general. Hablar de deconstitucionalización significa sobre todo poner el acento en la excedencia y en la heterogeneidad que caracterizan el ejercicio contemporáneo de los poderes en Europa, poderes que impiden poner en relación su ejercicio con la forma de la constitución.

La multiplicación de los niveles y de los actores implicados en los procesos de governance europea, la formación de campos de “relevancia constitucional” más allá del marco tradicionalmente perimetrado —en la doctrina y en la práctica— de la constitución, la imposibilidad de reconducir los procesos “técnicos” de juridificación a una decisión última o a una Grundnorm, el doble hundimiento de las fronteras que habían separado hasta ahora la jurisdicción del derecho europeo y la del derecho nacional (con las diferencias radicales de producción que caracterizan a uno y a otro), así como la del derecho público y el derecho privado… todo ello marca un conjunto de prácticas al interior del cual se desestabiliza el equilibrio entre supranacionalismo jurídico y procesos políticos de negociación sobre los cuales se fundaba el proyecto de integración europea. Y aun así, con ello se alcanza un umbral que impide volver atrás. Es esto lo que entendemos cuando hablamos de management de la crisis: la procesualidad jurídica europea se caracteriza cada vez más por dinámicas autónomas y cada vez más ligadas posdemocráticamente a aparatos burocráticos y a grupos de interés.

3. Federalismo ejecutivo

Nos parece evidente que el modelo de “economía social de mercado” al que se refieren las retóricas de muchos gobiernos de Europa ha perdido cualquier referencia social. La estabilidad de los precios, el control monetario, la liberalización y la flexibilización de la economía y del mercado de trabajo así como la defensa de su autonomía con respecto a cualquier potencial intervención de los Estados miembros, operan en paralelo a la apertura de nuevos territorios de acumulación por medio de la desfuncionalización y el desmantelamiento de los sistemas de Welfare, de la difusión del endeudamiento privado y de la privatización de bienes y servicios públicos.

Lejos de encontrar una tradición que lo justifique, el neoliberalismo, en cuanto teoría de gobierno y de las instituciones, adquiere en Europa un carácter tan autoritario como ha exhibido y continúa exhibiendo en muchas otras áreas del globo. Y no solo eso: encuentra en el proceso constituyente europeo —proceso que se refiere a una suma de regulaciones y técnicas jurídicas, más que a la forma-constitución que muchos evocan como deseo o como problema en el debate de los últimos diez años— la posibilidad de relanzarse en el sentido de deshacer el nexo entre soberanía, territorio y derechos que tuvo lugar en el Estado nacional durante los últimos tres siglos, preludio de la reconfiguración y rejerarquización de la ciudadanía (también) en Europa. La difusa solicitud de “más Europa” que circula entre las élites económicas y políticas continentales para suplir la impotencia de los gobiernos nacionales, alude en última instancia a una reforzada delegación que conjugaría rigor fiscal y “competitividad” —palabra mágica que puede suplir retóricamente a la “austeridad”—, por parte de un “federalismo ejecutivo” llamado a profundizar la desestructuración tecnocrática de las piedras angulares en las que se ha apoyado el acuerdo democrático-fordista. Nos parece evidente que “más Europa” no significa “más democracia”. Por un lado está lo que se ha llamado, como clave de bóveda de las políticas de una Europa a la alemana, la “dictadura comisaria” de la Troika; por el otro, está el carácter permanente del “Estado de excepción” sobre el cual esa “dictadura comisaria” puede prolongar hasta el infinito un dispositivo de gobierno —el management de la crisis— hecho de soft laws, regulaciones, good practices, estándares, procedimientos administrativos que permiten canalizar y articular la violencia del capital financiero y de hacer efectivo su mando. Las nuevas jerarquías del capitalismo continental de los próximos decenios y la reconfiguración de los espacios de acumulación en una nueva geografía del continente desbordante hacia África y el Este, se decidirán en el marco de una crisis que será indefinidamente alimentada como vector de consolidación de los intereses globales del capital financiero y como asentamiento de su potencia extractiva inserta en la cooperación multitudinaria del trabajo vivo.

4. Disociación de la ciudadanía con respecto al Estado nacional

Nuestra decisión de posicionarnos en Europa deriva del umbral descrito anteriormente. Insistir en la posibilidad —rencorosa y reaccionaria, ciertamente; sobre todo políticamente fallida— de una recuperación “soberanista” de las políticas nacionales nos parece una vuelta de la nostalgia defensiva sobre la cual prosperan los populismos europeos. Nuestro “más Europa” requiere un salto al futuro; la construcción de espacios y formas de vida en los cuales reinventar instrumentos y categorías para una integración positiva de los territorios y las luchas, y en los cuales proyectar un nuevo Welfare, una nueva ciudadanía, nuevas instituciones del común. Ello requiere sin embargo mucho más de cuanto podía parecer al inicio del siglo XXI. La Unión Europea no es un Estado y las tecnologías de governance que la atraviesan son muy diferentes de la tradición constitucional. Los procesos de desestructuración y de rearticulación del mando de los que emanan regulaciones y procedimientos que reinventan el discurso del derecho han hecho saltar hace tiempo la distinción entre público y privado, entre sociedad y Estado. Los nuevos regímenes de acumulación y explotación del capital financiero han reformado radicalmente las categorías y conceptos de la ciudadanía. El trabajador fordista organizado en representación política y con intereses, con capacidad de discutir, desde posiciones de fuerza, fórmulas y modelos de su propia integración dinámica, conflictual y “reformista” en el marco expansivo de la ciudadanía democrática, ha sido derrotado. Cualquier modelo de “estímulo” republicano entre movimientos sociales y Estado nos parece definitivamente fuera de curso. La idea de inscribir en la esfera de los “derechos” nacionales, tal y como hasta ahora lo conocíamos, los derechos de mujeres, precarios, migrantes, nos parece igualmente fuera de lugar. A la desestructuración de la constitución operada por el management de la crisis, del cual se hace cargo la governance europea, se corresponde la disociación de la ciudadanía con respecto al Estado que atraviesa los procesos de desmantelamiento del Welfare y los procesos de subjetivación a lo largo y ancho de los espacios euromediterráneos. A esto último nos referimos cuando pensamos en la imposibilidad de un reformismo al cual ligar, a nivel europeo, la realización de un plus de democracia. Las reivindicaciones de precarios y migrantes incitan a reinventar la ciudadanía y Europa. La nueva composición social del trabajo vivo —que nos gusta llamar: femenino, móvil, precario y cognitario—, debe afrontar la constitución de inéditas formas de vida libres y sustraídas al dominio.

5. Por abajo y a la izquierda

Lo que deseamos es una ruptura constituyente en Europa. Una contrarruptura frente a los procesos de desestructuración y de delinking sobre los que se sostiene el management europeo de la crisis. Extraordinarios movimientos de lucha han atravesado y continúan atravesando los territorios de la Unión. Muchos de ellos o bien han desplazado las fronteras mismas al interior de las cuales Europa se recluye o bien se enfrentan abiertamente a los procesos que buscan rediseñarla transformando Grecia en una zona económica especial o Lampedusa en una base militar para el control de los flujos migratorios. Y aun así, muchos de estos movimientos no se han demostrado capaces de salir de una dimensión de resistencia a los efectos de la crisis, desarrollándose en tiempos diferenciados y a nivel nacional. Incluso cuando se han mostrado fuertes en el terreno de la autogestión y de la autoorganización —como ha sucedido con particular fuerza en España o Grecia—, estos movimientos no han estado en disposición de imponer una solución de continuidad frente a la gestión neoliberal de una crisis que, recordémoslo, es también una crisis del neoliberalismo. El límite fundamental con el que estos movimientos se han encontrado es evidentemente la dimensión nacional en la que se han desarrollado.

Se trata de producir un salto de escala: de establecer Europa como la dimensión en la cual situar campañas y donde desarrollar desde abajo procesos materiales de contrapoder capaces de rediseñar por abajo y a la izquierda el mapa de un continente de otro modo destinado a seguir siendo una “pura expresión geográfica” —como decía alguien que era reaccionario sin saberlo—, cuando no una invocación retórica vacía. Entendámonos: lo que se plantea no es evocar una Asamblea a la cual encomendar la tarea de representar al “pueblo” europeo ausente de la escena gubernativa de los Tratados, como imaginaba la teoría constitucional de hace un decenio, ni evocar la clásica figura del poder constituyente propio de la teoría soberanista del Estado. Lo que me parece decisivo es más bien comenzar a construir un sistema de mediaciones internas entre la composición del trabajo vivo y la dimensión institucional que tenga la capacidad de tratar desde posiciones de fuerza con el capital financiero para crear una condiciones diferentes de gobierno de la crisis. Se trata, en el terreno del desafío a los dispositivos de governance europea y global, de reinventar categorías y prácticas para una “izquierda” del siglo XXI. Un nuevo discurso político debe forjarse, que esté en disposición de inscribir en el espacio europeo la multiplicidad de las reivindicaciones por la igualdad, la libertad y la justicia que se expresan en las luchas de las mujeres, los precarios y los migrantes de Europa. Al hablar de una contra-ruptura constituyente por desarrollar, hablamos de coaliciones entre sujetos por construir, de campañas por organizar redactando a nivel europeo el programa de las luchas, hablamos de la necesidad de coordinar, intensificar y multiplicar las prácticas de construcción de una institucionalidad del común. Se trata de sustraer recursos a las operaciones extractivas del capital financiero, es decir, al proceso por medio del cual la cooperación del trabajo vivo es capturada y disfrutada parasitariamente. Construir contra esto un nuevo Welfare, una nueva autonomía en el terreno de la sanidad y de la formación, de la cultura y de los servicios, del habitar y de la movilidad.
Europa es nuestra metrópolis. Es el reto que tenemos por delante.

Traducción de la Fundación de los Comunes

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