Por SALVADOR SCHAVELZON.
Hay elecciones que se ganan porque uno gana y otras en las que se gana porque el otro pierde. A veces, un candidato seduce mayorías; en otras, los votantes apuestan, con desencanto, por una vieja relación; también hay comicios en que el voto desequilibrante es crítico y opta por un cambio, aunque con sentido indeterminado. Esto último fue decisivo en la elección argentina en que se impuso Mauricio Macri, que un año atrás no superaba el 13% de intención de voto nacional. No es que los argentinos asumieron un neoliberalismo conservador, sino que el voto contra el legado del kirchnerismo fue más fuerte que el que creía que lo que estaba en juego era volver a los ‘90.
Ernesto Laclau, politólogo argentino radicado en Inglaterra, meses antes de su muerte dijo sobre Macri: “Tiene tantas posibilidades de ser presidente constitucional en la Argentina como yo de ser emperador de Japón” (La Nación 16/11/2013). Y estaba en lo cierto, si vemos las dificultades de Macri para metamorfosearse en un líder populista; aunque Laclau no llegó a ver los cambios recientes en el discurso macrista, que incorporó elementos del kirchnerismo, en la línea del venezolano Capriles. Pese a esto, Macri nunca pudo deshacerse de su imagen de hijo de millonario con un proyecto de poder personal y de difícil despegue de la ciudad de Buenos Aires, cuyos barrios más pobres siempre le habían dado la espalda y donde el último triunfo de su partido había sido bastante ajustado. Ni siquiera su paso por Boca Juniors le había dado popularidad, y a esto apuntaba Laclau. Hay elecciones que se ganan con operaciones discursivas populistas, y otras que se ganan porque el pueblo decide que tu rival debe retirarse.
No era Cristina la que se medía en las urnas, pero esto ya era parte de la derrota, pues no se pudo viabilizar una reforma constitucional que lo permitiera. Sus hombres de confianza fueron derrotados en las internas de varias regiones e instancias, y Scioli había sido una decisión desesperada ante la falta de candidato propio para suceder a Cristina. El exmotonauta, nacido políticamente junto a Menem, medía mejor que cualquier kirchnerista, incluyendo al hijo de Néstor y Cristina, que encabezando la lista de diputados perdería en su propio distrito de la provincia de Santa Cruz. Sin un partido de inserción nacional y en minoría en el Congreso, aún está por verse si Macri será un nombre duradero en la política argentina. La victoria de Macri es una derrota del gobierno de los Kirchner (2003-2015), porque parte de su base social le dio la espalda.
La idea de construir “transversalidad” ante las resistencias del peronismo conservador al inicio del mandato kirchnerista nunca se había desarrollado. La opción de Cristina fue apostar por una continuidad negociada que le permitiera mantener algo de poder, en un nuevo gobierno encabezado por un peronismo federal, no kirchnerista, que unificara a todos para formar gobierno y por la adhesión generalizada a la imagen del papa Francisco. Pero la derrota de Cristina ya se vio cuando la campaña de Scioli optó por no mostrarla, con publicidad que incluso distanciaba al candidato del Frente Para la Victoria de la Presidenta en funciones. En las urnas, la derrota fue evidente con el triunfo de María Eugenia Vidal en la Gobernación de la provincia de Buenos Aires, donde el peronismo estaba en el poder desde 1987. Fue un voto de la clase media y de los pobres contra el jefe del Gabinete de Ministros de Cristina, Aníbal Fernández, el funcionario kirchnerista con mayor presencia mediática.
En un momento de crisis de continuidad para los gobiernos progresistas, es posible reforzar la narrativa del ajuste contra la inclusión social. Pero quizás sea más realista abrir una reflexión sobre límites que no solo son producto de una reacción conservadora sino de un agotamiento propio. El consenso en temas cruciales entre los gobiernos progresistas y los neoliberales es parte del problema.
SUDAMÉRICA. Mientras en Brasil no fue necesario más que semanas para que la austeridad comience a ser implementada (después de una campaña en que también la candidata vencedora se presentaba contra el ajuste estructural), en Argentina las políticas de mercado llegarán “atendidas por sus dueños”, con un candidato anti-popular cuyo triunfo horrorizaría a Laclau, cercano al kirchnerismo en los últimos años de su vida. El nuevo presidente es hijo de la “patria contratista” cuya conformación remite a la dictadura. Es además expresión de una Argentina que se imagina capital europea y alejada de Latinoamérica, o la Canadá de Brasil; el nuevo presidente argentino ya dijo que se acercará al Brasil.
Un tema en agenda será el acuerdo de libre comercio del Pacífico en el cual tanto Macri como sectores del gobierno del Brasil están interesados. En lo que respecta al nuevo mandatario argentino y a la hoy empoderada derecha brasileña de dentro y fuera del gobierno, si el bloque económico del Mercosur fuera un obstáculo, éste sería extinguido sin ningún pudor. Por otra parte, como ya mostró Ecuador, la oposición a tratados de libre comercio ya no es una línea roja innegociable para los gobiernos progresistas.
En Bolivia, el triunfo de Macri no puede dejar de abrir una interrogante sobre un posible triunfo de candidatos hoy inimaginables desde el punto de vista del hegemonismo populista. El retroceso electoral en lugares en que históricamente se había apoyado al kirchnerismo, permitió el triunfo a Macri, lo que también se constata en Bolivia. Pero sería un error atribuir la victoria a una especie de magia electoral que haría que una propuesta de escasa inserción pueda construir desde los medios un discurso populista, disponible para cualquiera como simple técnica electoral. De lo que se trata es de la capacidad de conexión auténtica con lo que pasa en las calles.
Después de la derrota, el kirchnerismo se encuentra hoy en plena caza de brujas para señalar a los padres de la derrota, perdiendo de vista la responsabilidad colectiva de lo que se llegó a construir y las batallas que se prefirió no abordar. La discusión hubiera sido productiva como fuente de reflexión y reformulación con el rumbo del proceso en marcha. Pero para eso es necesario salir de los relatos polarizadores, que reducen toda crítica formulada desde nuevas luchas, o desde sectores sociales que ven su salario despreciado como “discursos de oposición”, cuando no “romanticismo anti-estatal” e “izquierdista” y efecto de los medios omnipotentes de comunicación, como si gobiernos como el kirchnerista no hubieran entrado de lleno en el control de medios.
El problema es la capacidad que tenga un proceso de cambio para nutrirse de miradas críticas, manteniéndose abierto y conectado con las indignaciones y movimientos que lo impulsaron. Por su origen desde arriba, no cabe duda de que Cambiemos, la coalición que llevó al poder a Macri con el apoyo de socialistas y de la vieja UCR (Unión Cívica Radical), rápidamente se aislará del movimiento crítico que pudo representar en las urnas.
El destino del progresismo en Sudamérica también depende de cuánta apertura pueda tener para conectarse, o cuánto se bloquea todo lo que no se subordina, no se entiende o no se puede controlar. Sin capacidad de acompañar el movimiento de abajo y afuera, que es desde donde provienen los momentos más transformadores y osados de estos gobiernos, el destino es un cementerio político que se endurece y sostiene con represión. El escenario al que la llegada de Macri y la crisis del relato progresista nos devuelven es al de los estallidos y movilizaciones de comienzo de siglo. Es ahí que todo vuelve a ser discutido y las luchas se reorganizan, ahora con argumentos que surgen de la experiencia de estos años.