por FEDERICO TOMASELLO
(Pregunta). Hace varios años, algunos de tus escritos referentes a esta entrevista fueron recogidos en un texto cuyo título, De la fábrica a la metrópoli, evoca la afirmación de que la metrópoli es a la multitud lo que la fábrica era a la clase obrera. Quisiera hablar hoy contigo sobre qué nos dicen las transformaciones, los movimientos y la crisis global de estos años sobre el análisis de la metrópoli entendida como esquema analítico a través de la cual es posible releer e interpretar muchas categorías de lectura del presente. Recientemente – concretamente en la intervención Por la construcción de coaliciones multitudinarias en Europa – has hecho mención a la exigencia de verificar algunas categorías críticas consolidadas de la experiencia post-operaista: quisiera preguntarte en primer lugar si consideras que también esta relación entre metrópoli y multitud deba ser verificada y actualizada.
(Respuesta). Nos encontramos actualmente frente a una situación completamente abierta en lo que respecta a la metrópoli, por lo que el discurso debe ser verificado, aunque continuaré insistiendo sobre el tema metrópoli-fábrica, sin interpretarlo de modo lineal. Evidentemente la metrópoli es algo radicalmente distinto de la fábrica, es un lugar de producción que está analizado en toda su especificidad, pero también es cierto que es el lugar de producción por excelencia. En segundo lugar, ¿puede considerarse al conjunto de los habitantes de la ciudad, la multitud ciudadana, metropolitana, como a la clase obrera en la fábrica? También aquí evidentemente el discurso está ampliado, simplificado, alejado de las categorías iniciales, pero no es una metáfora afirmar que la metrópoli es hoy para la multitud lo que fue la fábrica para la clase obrera. Se debe insistir sobre este punto: no es una metáfora porque hay una relación, sucede, incluso se trata simplemente de explotación como en la relación de fábrica. Me sorprenden aquellas sociologías que, enmascarándose dentro del fetiche de la “espacialidad”, recorren la metrópoli exclusivamente en el signo de las diferencias y de las separaciones, cuando dentro de esta diversidad hay un mecanismo de explotación que actúa de manera totalmente sólido, y se llama “mecanismo extractivo”. Si asumimos la trayectoria fábrica-metrópoli, clase-multitud, nos encontramos entonces frente a una situación no metafórica que debe interpretarse a través de nuevas categorías de la explotación, y en particular de aquella explotación que actualmente se llama extracción, explotación extractiva, o mejor relación de dominación extractiva.
Hay que insistir sobre este tema del extractivismo sin olvidar que el tejido sociológico de la metrópoli no puede ser identificado con la fabrica. En primer lugar porque la división del trabajo no es inmediatamente funcional, no es disciplinar y, en último término, ni siquiera es de control. En segundo lugar, porque estamos en una fase distinta de desarrollo de la explotación capitalista, aquella que Carlo Vercellone –a propósito de la relación entre capital cognitivo y trabajo cognitivo– no llama ya postindustrial, sino decididamente informática. Una fase que empieza a encontrar su equilibrio, y en la que la relación de explotación –en la actual figura extractiva– es muy difícil definir, ya que en este ámbito existe confusión y mezcla entre capital fijo y trabajo vivo, quizá reapropiación de capital fijo por parte de los propios sujetos, y hay una emergencia de cooperación social que probablemente debe ser considerada como un dispositivo de autonomía.
Has hablado del mecanismo extractivo y, a partir de él, del tema de la cooperación, y después de la autonomía: una trayectoria que remite a los significados estructuralmente ambivalentes del concepto de metrópoli, que se refiere siempre a dos tipos de cuestiones. Por una parte a los nuevos regímenes de control social, a los mecanismos de captura del valor socialmente producido, a la expropiación intensiva de la fuerza de trabajo y de la cooperación social urbana, a la renta, a la especulación inmobiliaria, a la proliferación de las fronteras internas en el espacio metropolitano. Por otra parte está la metrópoli como –cito Commonwealth– «cuerpo inorgánico de la multitud», territorio de producción de subjetividad y formas de vida, espacialidad específica de inéditos procesos de subjetivización, o, por decirlo con tus palabras, «superposiciones institucionales que recogen el conjunto de las pasiones que generan el común». ¿Cómo crees que deba ser analizada la relación recíproca entre estos dos aspectos de la noción de metrópoli? ¿Trabajando para valorar los elementos de relativa autonomía recíproca, o para resaltar las constantes interacciones? ¿Cuáles son en definitiva las coordinadas fundamentales para un trabajo de investigación del tejido metropolitano desde el punto de vista de la construcción del común?
Creo que la economía de la metrópoli es fundamentalmente unitaria. Ya sea el elemento de la autonomía, ya sea el de la explotación extractiva deben evidentemente ser considerados ambos en su propia consistencia, en su intensidad. Pero debe asumirse la centralidad de su relación recíproca. Y así volvemos al tema, no metafórico, de que la metrópoli es a la multitud lo que una vez fue la fábrica a la clase obrera, porque el concepto de capital es siempre un concepto dual: hay quien explota y quien es explotado, quien manda y quien resiste. El problema es entonces el de combinar una definición intensiva de los sujetos que están involucrados con esta dimensión de la relación que es una dimensión de continua redefinición alternativa de los sujetos mismos –te defino, me defines, y así hasta el infinito. Es en este juego que se determina las cualidades de los sujetos –con todos los desarrollos antropológicos que deben extraerse– y la intensidad de las fuerzas en juego. Tenemos que ver esta relación como un tejido, fluido pero extremadamente fuerte, de ondas, de contragolpes ondulados, como si fuesen realmente dos grandes masas que chocan.
Evidentemente pasar de este nivel, que también es real, al análisis “micro” es una tarea compleja. Es el pasaje de la sociología –realmente sociología marxista, que asume no el fetichismo del objeto, sino la definición del sujeto como elemento dinámico –la política como física operativa de las pasiones, que sólo puede conducir al terreno “micro”. Este es el verdadero “alquatismo”: no se trata de banal co-investigación, sino de la capacidad de definir y operar la investigación como máquina operativa de construcción de pasiones colectivas (un poco el método que encontramos en Maquiavelo, Spinoza, en el Marx histórico, y hoy en Foucault, o, diversamente, en el intento deleuziano-guattariano de Mille plateaux, que refleja, por un lado, el límite de una excesiva abstracción de la realidad, y, por otro, de una escasa atención a la realidad de clase).
Has mencionado los “desarrollos antropológicos” que deben extraerse del análisis de los cambios del tejido metropolitano y de los procesos de acumulación, y después te has referido al terreno del método consistente en hacer del pensamiento y de la investigación una herramienta de intervención en el presente. Me gustaría preguntarte si crees que en la metrópoli contemporánea es posible encontrar condiciones que aludan también a una nueva dimensión antropológica de lo político, y cómo crees que deben ser investigadas.
También la temática antropológica debe abordarse desde una doble perspectiva. Por una parte está la cuestión que podríamos llamar de la “forma mental de la antropología post-industrial”, o de la reconquista de “capital fijo” por parte del sujeto, de esta parte mecánica de la que el hombre se reapropia, quitando el mando exclusivo al capital. El elemento importante a considerar aquí, es que el mando capitalista ya no opera simplemente como una especie de inyección de elementos tecnológicos en el cuerpo humano, sino que ahora tiene que ver de manera igualmente importante con una capacidad de reapropiación y de transformación autónoma de los elementos maquínicos en la estructura de lo humano. Hoy cuando se habla de “pasiones sociales” se debe hablar de pasiones ligadas al consumo pasivo de tecnologías pero también y especialmente de consumo activo. Esta temática debe ser arrancada –como se ha hecho en el caso del obrero industrial– al moralismo y a la estupidez de una antropología del hombre puro, del hombre desnudo. El hombre ya no es puro, el trabajador ya no está desnudo –estas figuras son siempre vestidas y sucias– pero es el modo en que son vestidas y operan el que nos ofrece su realidad, y esto vale también para la definición del horizonte de las necesidades y de la pobreza. Está claro que la pobreza actualmente es algo completamente diferente de lo que era hace un siglo: hoy, cuando se habla de pobreza, se hace referencia más bien a los instrumentos de comunicación, a la capacidad o no de integración social en los niveles cooperativos, ciertamente no definiendo la pobreza solo desde un punto de vista alimentario o habitacional.
Después, por otra parte se debe percibir en la metrópoli una rica consistencia antropológica como nivel sobre el que se desarrolla completamente la autonomía de los sujetos, y que está ligada a tendencias, a comportamientos que son generales o generativos, es decir comunes. Este elemento común se da, pasiva o activamente, fundamentalmente en la metrópoli y esto es lo que debe recogerse en la investigación. Después existen mil diferencias entre el centro y la periferia, mil niveles de singularidad, figuras extremadamente diversas que hacen imposible actualmente en la metrópoli no solo la planificación y la programación internas, sino la misma topología. Ahora, aquella consistencia antropológica radical se reconstruye a través de su discontinuidad. Discontinuidad del objeto y del sujeto, que no significa sin embargo discontinuidad o ruptura de un método (el de la investigación) que conserva de nuevo hoy valor heurístico. Por ejemplo: una aproximación antropológica debe retomar en las nuevas condiciones de vida y de producción de la metrópoli, de cara al trabajador cognitivo, el método que consideraba en el obrero industrial conjuntamente una capacidad de resistencia y una fuerza de irradiación general de las formas de ésta.
Has mencionado el tema del consumo y el de la pobreza, detengámonos nuevamente sobre estos elementos. Hay quien, haciendo referencia a segmentos del espacio urbano occidental marcados por altísimas tasas de desocupación juvenil, advierte la emergencia de una condición de ‘superfluidad’, de nueva pobreza caracterizada por una radical marginalidad respecto a los procesos de la producción, de la acumulación y de la valorización, que han redislocado profundamente los propios centros. ¿Crees que estas perspectivas describen eficazmente segmentos de la ciudad contemporánea?
Es absolutamente cierto que actualmente el capital no logra identificar de manera unívoca dentro de la metrópoli, dentro del lugar privilegiado de su acumulación y valorización, los sujetos que están ubicados en el nivel productivo de la acumulación. No los identifica, pero consigue, a pesar de todo, gobernarlos, “domesticarlos”, generalísimamente. Sin embargo es falso que existan niveles de “total” marginación –es como decir que existan los “hombres desnudos”– y esto es válido para cualquier forma de organización social. Al menos en el gran “centro capitalista”, cuyo eje central va de Rusia a los EE.UU. y se extiende a los considerados BRICs. Y también hay que prestar atención al hecho de que el desarrollo capitalista procede a “saltos”, y que existen ciertas zonas totalmente marginales respecto de dicho desarrollo, lo que no sucede de manera lineal sino por estadios sucesivos, etc… (nótese que actualmente las más altas tasas de difusión de la telefonía celular se dan en África).
En definitiva no existe una marginación total, así como no existen terrenos de total inclusión: es necesario combatir la mistificación de la marginación tanto como la de la inclusión a través del consumo. La exclusión “total” parece constituir un elemento polémico privilegiado –es necesario destruir estas coartadas de la acción colectiva construidas sobre la piedad, la compasión y la superstición religiosa. Cuando hablamos de pobreza, hablamos de condiciones que tienen que ver con la gente explotada, es decir sometida de algún modo a un mecanismo extractivo, y la gente explotada no es nunca totalmente pobre. Para extraer cualquier cosa se necesita una realidad humana que produzca, ni siquiera el esclavo está excluido del mecanismo productivo.
Vayamos ahora a otro punto de vista radical sobre la ciudad contemporánea: en su último libro, Rebel Cities, David Harvey, refiriéndose a tu trabajo con Michael Hardt, recorre el tema de la metrópoli a lo largo de sus dos vertientes, el de la renta y la acumulación y el de las luchas. Su propuesta remite en lo sustancial a la posibilidad de retomar, reinventar y actualizar el lefebvriano derecho a la ciudad para insertarlo en las prácticas sociales del común. ¿Crees que se trata de una estrategia a la altura de las metrópolis de nuestro tiempo?
Vayamos despacio. Efectivamente el “derecho a la ciudad está calificado más bien en términos históricos, por ejemplo el derecho a la ciudad de la gente que habitaba en los barrios de la Courneuve y se desplazaba a trabajar al centro de Paris o a Billancourt: el derecho a atravesar aquella ciudad vivaz, proviniendo de una banlieue miserable. Por poner otro ejemplo: el derecho de los obreros que venían del Sur a Torino, en vez de ser confinados en el cinturón periférico. En definitiva, el derecho a la ciudad es un concepto ligado a las restructuraciones urbanas del periodo fordista. Esta era la ciudad de Lefebvre, que no comprende todavía el mecanismo de producción del común que es hoy el elemento central. Las tesis a lo Harvey insisten demasiado sobre la división metropolitana del proletariado, y por tanto proponen una visión pesimista y negativa respecto de la capacidad de asociación, de reorganización interna, y de insurrección – aquella capacidad que el proletariado urbano ha comenzado a mostrar en la ciudad postfordista. Las reflexiones de Harvey aprecian todavía los movimientos autónomos y la nueva capacidad política que muestran por ejemplos los nuevos sujetos del trabajo cognitivo.
Harvey trabaja para mostrar las “raíces urbanas” de las grandes crisis capitalistas fundamentalmente analizando el rol capital que el funcionamiento del mercado inmobiliario habría jugado en ellas. Sin duda así ha sido en la crisis de 2008, pero ¿crees que este tema pueda ser decisivo para investigar futuros desarrollos?
No creo que el problema de la renta urbana sea tan importante, más bien estoy convencido que sobre este tema habrá una cesión capitalista consistente. La renta urbana mantendrá una cierta importancia pero no a estos niveles; irá hacia el modelo de las ciudades alemanas, donde el mixage de los valores inmobiliarios es bastante amplio. Ciertamente, en las ciudades turísticas como Venecia, Florencia, etc…, lo inmobiliario siempre tendrá un enorme valor, así como en la proximidad de lugares atravesados por “grandes eventos”, pero en general la metrópoli debe devenir una ciudad hibrida. Es inevitable respecto a los costes de mantenimiento de la propia metrópoli: el elemento cada vez más fundamental es el coste del común. Desde hace tiempo sostengo que los costes para la reproducción de la ciudad superan la capacidad de la renta urbana de producirlos, siendo atacada esta última directamente por los impuestos, por los costes de los servicios, que acaban por exceder las rentas inmobiliarias. No se trata tanto de gentrificación como de una normalización del consumo urbano. La acumulación pasa a través del uso productivo de esta máquina, que trabaja de modo complejo, general: produce ideas, lenguajes, potencias, modos de vida, redes, conocimiento, pero sobre todo cooperación. Hay una enorme “combinación” que cuesta tantísimo al capital y ofrece grandísimas ganancias, ligadas a la estructura del común, no a la renta.
En definitiva, la ciudad no se construirá tanto sobre lo inmobiliario como sobre la suma y la integración de servicios: este dispositivo es el que califica una ciudad porque la califica en cuanto fábrica. Fabrica de la multitud: no alude sólo al hecho de que la multitud produce, sino que habla de la cantidad de servicios en constante expansión. Si ahora se habla de meter internet de banda ancha gratuita en las ciudades, es porque produce, porque la gente lo usa, lo pide, porque hace funcionar mejor la ciudad, porque hay personas capaces de apropiársela, porque representa una forma de cooperación que atraviesa la ciudad.
Desplacémonos entonces más específicamente sobre el tema de la metrópoli como lugar de producción de subjetividad e insubordinación: te propongo un recorrido sobre algunos acontecimientos y experiencias de los últimos años. Recientemente has viajado tanto a Turquía como a Brasil donde se han dado movilizaciones y movimientos propiamente metropolitanos. ¿Cuáles son los elementos más significativos de estas experiencias? ¿Qué nexos y discontinuidades hay respecto a movimientos como Occupy y los Indignados?
En Brasil la lucha comienza con una reivindicación típica del “derecho a la ciudad” –el precio de los transportes urbanos. Comienza así pero deviene inmediatamente en una revuelta contra políticas de desarrollo que aparentemente reproducen la estructura urbana y están ligadas a “grandes obras”, a grandes intervenciones en la estructura urbana. Particularmente en Rio estas políticas unen inversiones en grandes eventos como el Mundial de fútbol y las Olimpiadas a prácticas de exclusión urbana y de “recuperación” privada de aquellas grandes estructuras comunitarias como las favelas. Volviendo incidentalmente al punto mencionado anteriormente: las favelas encarnan la critica viva a aquellos que piensan que la miseria y la pobreza puedan ser “totales”; las favelas son más bien, incluso en la pobreza, grandes pulmones de economía, de comportamientos productivos y de nuevas figuras antropológicas, de nuevos lenguajes, de culturas específicas, no sólo indígenas, sino auténticas culturas metropolitanas de altísimo valor. Luego, ciertamente, en ellas viven también elementos de comunidad perversa, sobre los cuales discuten poco los sociólogos de la metrópoli –salgo cuando la crisis se acrecienta– como, por ejemplo, el mercado de la droga, auténtico destructor de la comunidad, en particular desde el punto de vista ético-político.
En Brasil la lucha ha comenzado así, pero después ha entrado en juego no sólo el tema de la restructuración de la ciudad, sino también todos los símbolos y los baluartes de una conciencia metropolitana blanca formada cuando la ciudad se había emancipado del esclavismo. Las favelas son la “otra ciudad” viva dentro de la metrópoli. Este ataque a las favelas se convierte en el punto fundamental sobre el que golpean las políticas del “desarrollo urbano”, olvidando que las favelas son “otro”, pero siempre “dentro” de la producción metropolitana. El grupo dirigente del PT, el gobierno socialista planificador, ha confundido desarrollo y producción industrial en el sentido más rígido de la palabra. La estupidez de este paleo-industrialismo ha sido rápidamente revelada por una resistencia rica y vivaz, la oposición ha sido fortísima. Una oposición que no es de naturaleza “ecológica”, como no lo ha sido en Gezi Park, sino buscando mantener un espacio comunitario vivo dentro de la metrópoli. Aquí está la mutación antropológica: el obrero industrial identificaba la ciudad con la fábrica y escapaba; hoy, al contrario, es volviendo a la metrópoli que se descubre una Comuna de la producción social. El carácter metropolitano es productivo, no ecológico, y sobre esto actúa tanto la revuelta de Gezi Park como la de Río y San Paolo…
… ¿Hablas de luchas dentro y contra el desarrollo?
Diría más bien luchas de la producción contra el desarrollo, luchas productivas contra el desarrollo capitalista. Es necesario distinguir radicalmente producción y desarrollo. Sobre esto el Manifiesto por una Política Aceleracionista – que recientemente he comentado en EuroNomade – es bastante preciso. Es necesario reconquistar un concepto de producción contra el concepto de desarrollo capitalista. Y esto vale para Estambul, donde algunos estratos de trabajo cognitivo están completamente europeizados, idénticos a los que pueden encontrarse en París o Berlín, y han reaccionado de manera durísima a la incapacidad de las élites para comprender su lenguaje (diversa la situación de Ankara, donde han sido sin embargo más relevante los elementos políticos ligados a la laicidad debido al peso fundamentalista islamista del gobierno). Se trata de demandas de reconocimiento de la comunidad productiva, hechas por los trabajadores cognitivos, sobre los que actúa especialmente la extracción de valor por parte del capital. Sobre este terreno, ambiguo y ambivalente pero muy real, se da una transformación radical respecto a la realidad descrita, por ejemplo, por Harvey.
Desde este punto de vista hay que observar experiencias como Occupy y los Indignados. Evidentemente son luchas contra la crisis por cómo se viene delineando en Occidente: una crisis de readaptación total de la sociedad para remodelarla sobre las necesidades del capital extractivo. Se trata de un proceso de reorganización de la metrópoli y de la división del trabajo, que contempla la destrucción del welfare y la construcción de nuevas jerarquías. Por esto de España a Grecia –y también en Italia con la manifestación del 19 de octubre– las luchas sobre el welfare se dan todas en el terreno metropolitano, como una especie de sindicalismo social metropolitano.
Estamos ante el movimiento de los Indignados y Occupy. Movimientos contra la crisis, nacidos en y por la crisis, que después, de manera sorprendente para algunos, han organizado el propio discurso en torno a la reivindicación de democracia radical, haciendo de este elemento, más que de instancias directamente socio-económicas, la figura propia más significativa y de ruptura…
… Estoy de acuerdo. No quisiera que hablando de los movimientos nos alejásemos del discurso específicamente metropolitano. Es importante dejar claros los puntos que, de aquel pasaje político, de aquella experiencia de las luchas, deben ser aceptadas y las que deben someterse a crítica.
La horizontalidad total – ya sea en fase constituyente, ya sea en una imaginaria constitución futura – a la que aquel tejido de movilización alude, me parece un modelo completamente abstracto de estructura política. Bien puede valer en fase de agitación, pero es engañoso cuando se busca construir y crear proceso de transformación constitucional. Más bien pienso en un modelo de contrapoder, mejor dicho, de contrapoderes difusos, un modelo más abierto y capaz de mediar eficazmente y efectivamente los modos y las dificultades de un proceso constituyente – respecto a una horizontalidad que se ha revelado impotente, ignorando la diversidad territorial y espacial que todo movimiento político debe sin embargo asumir y valorizar. Los Indignados han producido auténticos saltos adelante cuando se han reposicionado en los territorios; la revuelta de Gezi park cobra importancia cuando se radica en los barrios, cuando cada barrio organiza un contrapoder efectivo y cuando son capaces de atacar verticalmente la estructura del mando. Es la propia nueva composición metropolitana que hoy desmiente en los hechos la pertinencia del modelo de la horizontalidad total en la construcción de proyectos duraderos.
¿Vale el mismo discurso para la experiencia estadounidense?
En lo que respecta a la experiencia de Occupy la situación es parcialmente diversa. Se trata de un movimiento complejo, que nace en torno al problema de los desahucios, en torno al tema de la deuda. Y a partir del discurso sobre la deuda se desplaza a Wall Street. Pero produce poco más allá de la gran capacidad simbólica de una lucha que, en tanto americana, se “ve” en todo el mundo. Medida sobre el terreno de la eficacia, ha sido de las experiencias más débiles de los últimos años, siendo liquidada por el poder de manera muy contundente: por una parte mediante el discurso del “doble extremismo” –Occupy contra Tea Party–, y de otra con una cierta inflexión radical de las políticas de los Demócratas que ha provocado la absorción del movimiento en clave electoral que ha llevado a la elección del alcalde di Blasio. El elemento importante de Occupy que permanece de todas formas es el hecho de haber emergido como movilización ligada a la vivienda, contra la renta inmobiliaria, en torno por tanto a un elemento central para cualquier agenda de sindicalismo metropolitano.
Me parece que habiendo tocado los movimientos y luchas urbanas más importantes de los últimos años, llegamos a otro fenómeno típicamente metropolitano aunque aparentemente más “espurio” desde el punto de vista político, la sublevación. Desde la revuelta de Los Ángeles de 1992 hasta los riots londinenses de 2011 pasando por los sucesos de 2005 en las banlieues francesas: nuevos comportamientos sociales colectivos parecen radicarse en los territorios urbanos al punto de definir una característica casi objetiva –como muestra el trabajo de «etnografia politica del presente» de tu amigo Alain Bertho. Una temática a la que dedicas en Commonwealth una Genealogy of rebellion que desde la larga historia de las jacqueries llega hasta las revueltas urbanas contemporáneas, definidas como «ejercicios de libertad» movidas por el sentimiento de indignación, todavía insuficientes pero sin duda necesarias al punto que hoy «jacqueries, luchas de reapropiación y revueltas metropolitanas son el enemigo esencial del biopoder capitalista». Se trata sin embargo de acontecimientos que son enigmáticos difíciles de aferrar mediante las nociones más clásicas con las que el pensamiento político moderno nos ha habituado a leer la realidad social, y a las cuales el orden del discurso normalmente consigna un carácter de radical impoliticidad. ¿Qué piensas de este discurso sobre la impoliticidad? ¿Qué claves de lectura propones para la rebelión urbana contemporánea?
Se trata de acontecimientos en cuyo origen siempre está la muerte de un joven a manos de la policía, podría decirse que hay alguien que muere en forma simbólica por representar la exclusión. Por tanto existe una heteronimia de los efectos del orden democrático, del orden de la igualdad formal, que aquí explota. Estas revueltas nacen esencialmente ante el acto político arquetípico, que es un asesinato injustificado por parte del poder. Por esto es idiota definirlas como “impolíticas”, porque se trata de revueltas que nacen del insulto a un derecho fundamental, el de vivir. ¿Es quizá el drama de Antigona impolítico? Hay una indignación política que después se irradia sobre tejidos metropolitanos cada vez más tecnológicamente disponibles y permeables a la difusión de la indignación y de la rebelión. Se trata de luchas que se difunden y se organizan a través de los nuevos instrumentos de comunicación, en aquella combinación oculta/evidente que siempre ha caracterizado las jacqueries. También tenían un contenido extremadamente preciso: se atacaban los centros en los que se decretaban los impuestos, se quemaban los registros en los que se apuntaba el pago de tributos de los pobres. Este era su contenido, y hay que destacar cómo los burgueses pretenden que cuando ellos hablan de impuestos, se trata de política, mientras que cuando hablan los pobres, entonces es impolítico.
Claramente si hablamos de política haciendo sólo referencia a la lista formal de los derechos y a su traducción a través de la representación parlamentaria, entonces estos movimientos pueden tranquilamente ser definidos “impolíticos”. Todo depende de cómo se piense la política: si se hace de manera marxista, política es la capacidad de romper la estructura del mercado de trabajo y del salario, y el orden capitalista que los determina; en este caso es difícil excluir del horizonte político los fenómenos de insubordinación urbana, que parecen desarrollarse como auténticas luchas sindicales o políticas sobre el terreno social de la metrópoli. Porque atacan la exclusión que pasa a través de la organización racial del mercado de trabajo, o las prácticas del salario, o las operaciones de baja retribución y encuadramiento de la fuerza de trabajo–capital variable. También la espontaneidad de estas luchas tiene características políticas importantes, siendo de todas formas una espontaneidad sólo inicial, porque después la irradiación, la expresión, la repetición, comportan siempre elementos de organización. Que luego estas luchas consigan desarrollarse en estructuras estables o no, es un problema que va más allá de los límites de nuestra conversación.
¿Crees, en definitiva, que el discurso de la metrópoli como fábrica, de la metrópoli postfordista, sea el marco en el que colocar también el análisis de estos fenómenos sociales y comportamientos colectivos?
Creo que sí. Pienso que el discurso de la metrópoli productiva, postfordista, es el único marco en el que estos fenómenos pueden comprenderse totalmente. En la metrópoli contemporánea el biopoder del capital y la biopolítica de los sujetos se mezclan y se enfrentan: no existen otros lugares donde esta condición se dé con tanta claridad. La rebelión, en la metrópoli contemporánea, surge de las violaciones de un derecho elemental –el derecho a vivir–, y después se expande, y lo hace normalmente, concentrándose sobre los elementos de opresión más fuertes, que a menudo tienen que ver con la dimensión racial y con la exclusión y la discriminación que se derivan. También comprende la exclusión del consumo, razón por la que toma forma la revuelta de apropiación de bienes, como ha ocurrido en recientes mobs en que la lucha contra la determinación racista de la exclusión, a través de la demanda de consumo, verificaba, en la revuelta de apropiación de bienes, también una determinación de clase. El elemento racial y de clase se entrelazan precisamente en la demanda de apropiación del consumo: todo esto muestra muy bien la pobreza, la explotación. Divierte la reprobación que los burgueses hacen de los jóvenes que roban bienes destinados sólo a los burgueses.
Has introducido también el tema de la raza, que aparece como una de las claves de lectura importante de estos fenómenos metropolitanos. Clave de lectura poliforme y polisémica, que ha sido utilizada por las perspectivas más diversas, desde los discursos reaccionarios y securitarios a aquellos ligados a las insurgencias postcoloniales, hasta a todas las interpretaciones que han hecho, por diversas razones, referencia a la categoría de reconocimiento…
…Cierto, el reconocimiento es una categoría importante, pero es necesario estar atentos a este tema, que probablemente vale más para otros estratos de “exilio del trabajo organizado” que para este tipo de revueltas, donde probablemente la instancia del reconocimiento se realiza sobre el terreno religioso. La temática del reconocimiento es siempre portadora de una ambigüedad ligada a aquel elemento de bloqueo y/o de interiorización de la protesta que de manera astuta la burguesía busca inyectar en las masas multicolores, multiculturales de las metrópolis. Desde nuestro punto de vista, el discurso se refiere a subjetividades caracterizadas en términos raciales fuertes, como sucede en la serie de revueltas que va, desde los años 90, de Los Ángeles hasta, recientemente, Londres. Y como sucede hoy también en Brasil, donde –hay que destacarlo– se reconocen en las luchas conjuntamente los trabajadores cognitivos y los jóvenes de las favelas que después de siglos de dominio racial conquistan la libertad de expresión. Y esta ruptura de la rigidez de un dominio capitalista, connotado en términos raciales, constituye un evento extraordinario. En definitiva, es evidente que las causas y características de las revueltas metropolitanas pueden ser muy diversas, pero el carácter distintivo se encuentra en la respuesta a la pregunta “¿contra qué se rebelan?”. Ahora, los que son estigmatizados desde el punto de vista racial se rebelan contra un cierto orden capitalista, los excluidos de la estructura de un mercado de trabajo regular se rebelan contra la multiplicación del peso de la explotación: de todos modos estos excluidos, no lo son por la explotación o por la acumulación. El gran problema desde el punto de vista político es entonces conseguir estar dentro de estos procesos y eventualmente romperlos cuando se den claramente en términos de reconocimiento (frecuentemente identitario o produciendo mecanismos de autoreproducción separada) para reconocer más bien que la diversidad, o bien la unidad del mando de la explotación, se impone a todos por igual.
Has subrayado justamente que el origen de las revueltas urbanas contemporáneas son casi siempre comportamientos violentos de la policía que terminan en homicidios: esto nos conduce al tema de la metrópoli como espacio político de la excepción, territorio en el cual la autoridad del Estado suspende a veces el derecho, los derechos, la ley, dejando sólo en vigor la fuerza sobre el que el ordenamiento se apoya, y que lo garantiza. ¿Cómo interpretas esta temática y su relevancia en nuestro tiempo?
Sin duda el intento de convertir excepcional la normativa del orden se ha repetido con frecuencia, pero a pesar de que se repita, no es una constante. La excepción es necesaria para determinar el control, cuando el control es precario. Dicho esto, lo que no debe olvidarse, es que en la relación regla/excepción el elemento decisivo es la regulación estatal, el ejercicio del control por parte del poder soberano. En esta perspectiva no hay que confundir la “excepción” soberana (la dictadura) ejercida en términos constitucionales y las normas excepcionales decretadas para mantener el orden público. Todo esto nos trae a la memoria Génova, pero una excepcionalidad de ese género me parece (felizmente) siempre más probable que aquella constitucional. Me parece muy peligroso identificar una con otra, como se hace muy frecuentemente –de manera poco razonable y “extremista”. La idea de excepción está fundamentalmente ligada a momentos muy altos de la lucha de clase, y está por tanto subordinada también a la altura del conflicto –no es por lo tanto lo que dicen Agamben y otros, en términos sofisticadamente metafísicos o ingenuamente anarquistas. No se ve por qué los patronos deban reconocer y designar el propio poder como excepcional en un momento en el que, si no todas, muchas cosas les van bien. Se debe retomar la relación de clase como relación de guerra, para comprender cuándo y cómo la excepción se pueda instaurar y transformarse de medida de orden público en norma constitucional. La ciencia política de los grandes historiadores latinos, de los estadistas ciceronianos está mucho más atenta a esta articulación: Tácito mostraba que la excepción está ligada a momentos de conflictividad de otra manera irresolubles. La excepción emerge cuando hay un estado de guerra, a menos que se quiera sostener que estamos en un estado de guerra permanente –lo que me parecería muy extraño. La violencia –la violencia de excepción, diferente de aquella encubierta y mucho más eficaz que el sistema ejerce cotidianamente– explota cuando el poder tiene, de cualquier manera, la necesidad y la urgencia de ella.
En tu discurso el tema de la excepción aparece ligado al de la conflictividad de clase. Un conflicto del que, como ya señalaba Walter Benjamin al principio del siglo pasado, las instituciones del movimiento obrero occidental intentaban excluir tendencialmente el recurso a la violencia, dejándola conminada, “representada” en las formas de la huelga. Indagando algunos fenómenos del presente, Michel Wieviorka ha hablado, al contrario, de una “violencia sin conflicto”: ¿te parece una categoría adecuada a nuestro tiempo?
Pienso que el conflicto existe: ¿qué es la crisis si no un conflicto que se ha llevado al extremo, un conflicto continuo desde la primera crisis postmoderna de 1973? Cuarenta años de crisis, que quizá estén terminando con ventaja para el capital, con la fijación de una radical reorganización de las formas de acumulación. Y sin embargo, frente a una recomposición de larga duración de un “capitalismo de acumulación” –una nueva acumulación originaria completamente independiente de cualquier medida o relación con el salario y el capital variable– se presenta no tanto una crisis dada e irresoluble, como una resistencia implacable, socialmente difusa, sobre la que reposa ya la “excedencia” productiva del proletariado cognitivo. El conflicto permanece.
Desde esta perspectiva, la categoría “violencia sin conflicto” suena extraña. Es una de las fórmulas habituales que eliminan el conflicto en nombre de la violencia –que resuenan similares a las concepciones de la omniexcepcionalidad de la norma estatal. Hay siempre conflicto incluso sin violencia. Después llega la violencia: ¿por qué?, ¿qué ha sido la denominada violencia “extremista”?. Una violencia a la que el movimiento se ha visto obligado al no ser escuchado, sin embargo era una fuerza, pero su voz era constitucionalmente inaudible. El gran pesar de las personas de los años Setenta, ha sido, más que el de haber ejercido la violencia, no haber logrado un excedente de protesta suficiente para ser escuchadas, para devenir audibles. Una excedencia que era objetiva: en las luchas en las fábricas, sociales, en una situación de enorme efervescencia que, sin embargo, cuando constitucionalmente ha devenido inaudible, en vez de reforzarse de nuevo en el terreno social, toma inmediatamente una vía de fuga militarista siendo por tanto reprimida militarmente. Por tanto, el conflicto existe, por lo que hay que trabajar y desarrollar una “excedencia” que bloquee la “excepción”.
Nos estamos alejando del tema inicial, y terminamos en la problemática a la que estamos llegando: en el Lavoro di Dioniso proponías una “crítica práctica de la violencia” destinada a desplazar el análisis de esta última del terreno de la especulación abstracta y situarla en la investigación de sus manifestaciones materiales. Concluyamos nuestra charla con una breve reflexión sobre el circulo violencia/miedo que parece una figura fundamental de muchas representaciones de la ciudad contemporánea.
No se debe ya dar una sobredeterminación de la violencia como tal. En primer lugar, golpear a un policía no equivale a un homicidio, y sin embargo hoy cualquier tipo de delito, de violencia, viene calificado como delito contra la soberanía. Esto es absurdo, porque homologa cualquier acto de violencia y un homicidio: es el mecanismo de la soberanía que nivela todo, sobredeterminando los conflictos sociales. En segundo lugar, la violencia existe siempre, no es un elemento a reprimir, sino a organizar. La violencia no existe como hecho natural, sino como elemento ligado a la estructura del sistema, de un sistema que ejerce una violencia considerada legitima. Por tanto el problema no es la violencia, es su legitimación, y cualquier tipo de organización subversiva como tal.
Ahora bien, qué es la legitimidad? Es la relación que se da entre el ejercicio del mando y el consenso respecto a las finalidades en nombre de las cuales el mando se ejerce. Cuando esta relación es determinada simplemente por las exigencias del desarrollo capitalista, existen márgenes particularmente amplios respecto a los cuales el ejercicio de la legitimidad no funciona, falla o está mal. La legitimidad impuesta en estas condiciones equivale a la violencia. La reacción a un orden capitalista impuesto en nombre del Estado no puede sino ser una respuesta violenta y legítima, en cuanto se sustrae a una violencia inmoral –aquella del orden legal que encubre el poder del capital. No es violencia, es contraviolencia, es contrapoder, una contraexpresión de legitimidad. Considero legítimos todos los comportamientos que relacionan la resistencia a un orden injusto. Pero, ¿quién determina que el orden sea justo o no? Por una parte, la consciencia de cada sujeto, modificada históricamente dentro del desarrollo de la relación social capitalista, y por otra, el comportamiento de las funciones del mando que tiene enfrente. El problema de definir la legitimidad nace de esta relación, y desde este punto de vista la violencia define el poder pero también su contrario, también la potencia biopolítica de los sujetos.
No hay por tanto un modo objetivo de garantizar la legitimidad, también porque es siempre y solamente una relación y un medio. Por esto se deben observar críticamente autores, como Benjamin, que, cuando han sido golpeados por la violencia del régimen nazi, no sabiendo explicarla, la han asumido desde el punto de vista teológico, renunciando con frecuencia a hacer autocritica –no es el caso de Benjamin– respecto a la política comunista de los años 20. La idea de la irracionalidad de la violencia es fundamental en la cultura burguesa, porque no consigue ejercer un mando democrático que no tenga la forma del dominio capitalista. Mientras la democracia podría ser lo contrario del dominio, cuando los derechos del hombre fuesen reconocidos no formalmente (=reglas del mercado), sino materialmente (=instituciones comunes). Así se puede determinar una exaltación del consenso en un marco en el que la violencia sólo pueda darse cuando sea consentida, y no por mecanismos de representación sino de participación efectiva. ¿Nos movemos en la dirección de eliminar la violencia? El modelo de democracia absoluta de Spinoza, por ejemplo, es un modelo en el que un mínimo de violencia es posible porque implica el consenso efectivo de todos en el terreno de la igualdad determinando todo recorrido social. Pero también en este caso, dado que los hombres no son siempre buenos, necesitamos contrapoderes efectivos para garantizar este proceso.
El miedo, en definitiva, es un elemento fundamental en la creación de una violencia sistémica. Y es el concepto (la pasión) esencial respecto a la que se construye la eminencia de la soberanía. El miedo es siempre miedo de un hombre frente a otro, y por esto es la base sobre la que se construye la soberanía como respuesta al miedo del homo homini lupus en la sociedad individualista. Que todo esto fuese poco convincente, que fuese un instrumento esencial de un sólo orden civil posible –el individualista y burgués– es evidente. Sin embargo merece la pena observar que ahí, en el marco hobbesiano, el miedo era de todas formas elemento constructivo que a través de la alienación de los derechos de cada uno organizaba el poder soberano. Luego seguía el orden. Ahora, sin embargo, el miedo no construye el orden sino que organiza la precariedad, reproduce el miedo, es el gran continente de cada dispositivo de nuestra vida. Y el deseo ya no va del miedo a la seguridad sino del miedo al miedo, de la incertidumbre a la incertidumbre. El miedo no produce la soberanía sino que expande el dominio. Lo reproduce en el sentido de que cada uno debe tener miedo del otro, y al anochecer no puede salir, y las mujeres deben tener cuidado con los violadores, y la televisión sólo muestra noticias criminales y policiales, etc… En este sentido, el miedo es un elemento central en la reorganización y el mantenimiento de las formas sociales capitalistas, y encarna probablemente el punto más oscuro de la crisis de la democracia neoliberal, al punto que hoy la serenidad puede ser tranquilamente asumida como una actitud revolucionaria.
Florencia, enero 2014