MARTINA TAZZIOLI.

El mar salpicado con cuerpos de inmigrantes náufragos que llevan puesto un chaleco salvavidas mientras esperan la llegada de los equipos de rescate. La escollera de Ventimiglia, “ocupada” por cientos de láminas de aluminio con las que se cubren los migrantes que desde hace meses esperan allí una ocasión para cruzar la frontera francesa, enseñando pancartas que dicen “open the borders, we need to pass; we won’t be going back” [“abrid las fronteras, necesitamos pasar; no vamos a volver atrás”].

Estas dos imágenes, que circulan junto a otras por la red durante el verano, nos remiten inmediatamente a los dos mecanismos, a los dos tipos de “control” sobre las vidas, con los que los Estados europeos responden a lo que llaman “crisis migratoria”, causada por la llegada y la presencia de mujeres, hombres y niños que huyen de la guerra. Por un lado, la retirada de las fuerzas militar-humanitarias, dejando ahogarse a quienes tratar de llegar a nado para pedir asilo; por otro lado, el bloqueo, que a menudo se convierte en un rechazo ya en las fronteras europeas, incluso, cada vez más en las propias fronteras internas, apelando a acuerdos bilaterales, como los de Chambery entre Italia y Francia, que permiten suspender el Convenio de Schengen durante ciertos periodos.

En lo fundamental son imágenes muy diferentes a la “escena de rescate” que nos mostraron hace un año, en las que se veía a los navíos de la Armada que participaban en la operación Mare Nostrum y se enfocaban los reflectores sobre las operaciones de salvamento llevadas a cabo a pocas millas de la costa de Libia y sobre los desembarcos en puertos sicilianos.

Ahora, los espacios-frontera, al menos los que son visibles, han multiplicado aquella escena de rescate y desembarco, por otra parte aún muy presente en los medios de comunicación. Una escena que ya entonces fue algo diferente a la previa focalización sobre la isla-frontera de Europa (Lampedusa) a la estábamos acostumbrados hasta hace dos años.

Ventimiglia y las imágenes del mar con los cuerpos de los náufragos; en Calais, los “asaltos” de los migrantes a camiones, y los perros y el alambre de púas de la policía inglesa; los barcos de la primera misión militar europea navegando cerca de las costas de Libia para bloquear a los migrantes, con el pretexto de salvarlos de los traficantes, bombardeando las embarcaciones; en Hungría, el muro anti-migrantes de 200 kilómetros, ya casi terminado; los turistas en la isla griega de Quíos que ayudan a los sirios que llegan en barca; la policía griega que recluye a sirios en un estadio de fútbol; los pogromos italianos contra migrantes en Roma y Treviso; los migrantes de La Chappelle de París tras la destrucción de su campamento; las huellas digitales tomadas por la fuerza en algunos de los centros de primera acogida italianos, gracias a una circular europea y a otra italiana; la caza de decenas de migrantes en las montañas de Tarvisio; las estaciones de Roma y Milán.

Para completar la reconstrucción de los espacios-frontera, en los confines internos y externos de Europa, necesitaría seguir citando una larga serie de “Lampedusa” en Europa. Una proliferación de las fronteras, en pleno mar Mediterráneo y dentro del espacio europeo, o, más bien, una proliferación de espacios de reclusión y de zonas que se han convertido o reconvertido en fronteras.

¿Qué nos dice esta “crisis migratoria”, cada vez menos presentada como crisis de refugiados, sobre Europa y sobre su implosión ante unos pocos miles de personas convertidas en náufragas a fin de ser salvadas y poder solicitar asilo? Para plantearse esta pregunta hay que tomar como punto de partida a estos confines en migración, que se desplazan siguiendo el rastro de los migrantes en tránsito. Confines que persiguen y bloquean los migrantes que, sin ni siquiera decirlo, actúan como los jóvenes de Ventimiglia con su we are here and we won’t go back, “estamos aquí y no vamos a volver atrás”, tratando de cruzar la frontera italiana.

Muchas de las mujeres y hombres que han llegado a los puertos y a las ciudades italianas para tratar de eludir en su camino esas fronteras intentan mirar el mapa de Europa a través de estos “Lampedusa” de Europa y de esos confines que migran bajo el impulso de los migrantes. Mapas colgados en estaciones o en centros de acogida, una Europa a veces dibujada también sobre la tierra para averiguar por dónde se puede pasar aún para ir hacia el norte.

Frente a las cacerías humanas de la policía en Calais, en Ventimiglia o en los pasos alpinos, se podría responder al relato de la invasión invirtiendo las proporciones y destacando el “miedo a los pequeños números”. Una inversión que obliga a buscar patrones de comparación fuera del espacio europeo y a presentar una lista adicional de números que provincializan y redimensionan el tamaño de la “crisis” en Europa, como por ejemplo el millón de refugiados en Líbano, con sus cuatro millones de habitantes.

Pero sólo con una política de números no podemos llegar al fondo de la pregunta sobre lo que esta “crisis” nos dice de Europa. La “Agenda Europea de Migración”, presentada al Consejo de la UE el pasado 13 de mayo, que en teoría debería indicar las directrices de la política de reasentamiento y reubicación de refugiados, se ha traducido no sólo en una serie de guerras de cifras y enfrentamientos diplomáticos entre Estados miembros sobre el número de refugiados a repartirse y a distribuir por todo el continente, sino también en la reiteración de que a los migrantes no se les reconoce que tengan algo decir sobre el espacio que ellos mismos puedan encontrar en Europa. Los lugares de transferencia se decidirán por medio de cuotas negociadas en las que cada país tirará ferozmente a la baja, sin que se tengan en cuenta a las personas directamente interesadas ni a los contactos o relaciones familiares que muchas de ellas tienen en algunos países europeos.

La “retirada” de las naves de la misión europea Triton, alejándose de las aguas libias y la creciente presencia en las operaciones de salvamento de barcos de organizaciones no gubernamentales como Médicos sin Fronteras o de agentes privados como Migrant Offshore Aid marcan la transición de una etapa en la que las fuerzas militares se encargaron de llevar a cabo funciones “humanitarias”, como la salvación de vidas en la operación Mare Nostrum, a otra en la que se nos prepara para una guerra supuesta dirigida a salvar a los migrantes de las redes de traficantes.

EuNavFor, la misión que hasta hace un año tenía como objetivo específico la lucha contra los piratas somalíes, ahora se readapta, al menos sobre el papel, a operaciones dirigidas a impedir la partida de migrantes, bloqueándoles en la costa de Libia para “salvarlos de los traficantes”.

En torno a esa operación intentan reagruparse los estados europeos tras la debacle en las fronteras interiores de Europa. El Reino Unido se ha hecho cargo de una de las jefaturas de la misión militar [ocupada por Martin Smith], pero se niega categóricamente a aceptar inmigrantes y a cambio sólo ofrece un barco de rescate en el Mediterráneo y unos drones prestados a Italia. “Cómo salvar vidas de migrantes con drones” no es el título de un videojuego de moda, sino el de un video de youtube que explica cómo la militarización del Mediterráneo y las tecnologías bélicas permiten, en el fondo, salvar vidas de migrantes convertidos inevitablemente en náufragos, acaso después de haber sido interceptados, bloqueados y repelidos en el mar.

La humanitarización de lo militar parte precisamente de la doble función de muchos sistemas de control, como EUROSUR, el mapa en tiempo real de las fronteras exteriores de Europa, concebido para “combatir” y, actualmente, para “salvar” a los migrantes.

Al mismo tiempo, los agentes humanitarios asumen cada vez más tareas a las que los Estados están renunciando sigilosamente, como los rescates en el mar, o se esfuerzan en hacer que la máquina funcione mejor y sea más eficiente ante las sucesivas llegadas en los puertos del sur de Italia.

Lo humanitario confinatorio, así como los agentes de las organizaciones no gubernamentales y de las organizaciones internacionales, como Médicos sin Fronteras, que colaboran y prestan servicio en los centros de acogida, también forman parte de las nuevas imágenes de los espacios-frontera europeos.

Al fin y al cabo, frecuentemente es difícil trazar en abstracto los límites entre la acogida y lo humanitario confinatorio en que a menudo se materializan las primeras etapas posteriores al desembarco. La primera acogida en los puertos comienza con los procedimientos de identificación, en el mismo muelle o en los denominados “hub centres” o centros de distribución. A quienes les toman las huellas dactilares se les hace casi imposible seguir ruta hacia el norte, debido a un reglamento europeo, Dublín III, aunque hasta hace pocos meses Italia intentó por todos los medios infringirlo, dejando, de hecho, una vía abierta para los migrantes sirios que les permitía el paso entre Sicilia y la frontera suiza o francesa. Poco a poco, esa vía se ha ido cerrando tan pronto como la tan buscada europeización de las políticas migratorias se ha materializado en la multiplicación de los agentes de Frontex (Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores de los Estados miembros de la Unión), desplegados sobre el territorio para interrogar a los migrantes en los puertos y para asegurarse de que la policía italiana transfiere todas las huellas digitales a Eurodac (Dactiloscopia Europea).

Como decíamos, es difícil trazar una línea divisoria entre lo humanitario confinatorio y la acogida, incluso para quienes quieren mantener una mirada crítica. Al menos, es una tarea difícil para quienes hasta hace dos o tres años aún podían mantener como criterio y patrón de la crítica el rechazo a la distinción entre refugiados y migrantes económicos. Sin entrar en consideraciones específicas sobre quién debe ser considerado “refugiado” en la actualidad, es un hecho que quienes llegan a Europa cruzando el Mediterráneo o la frontera turca lo están haciendo para escapar de guerras y conflictos.

Hacer espacio, encontrar espacio para quienes llegan, parece ser el problema compartido por quienes están dentro de la máquina de acogida. Pero, en definitiva, es algo que también debemos tomarnos muy en serio para comprender desde que ángulo y en qué dirección tenemos que orientar una crítica de esta humanitarización de las vidas y qué podría significar en realidad otro “hacer espacio” que fuese más allá de las camas colocadas en polideportivos o de las tiendopolis en las proximidades de los puertos. Atrapados en el callejón sin salida político de lo humanitario confinatorio y de las políticas de acogida que “aparcan” de forma indefinida a los solicitantes de asilo en territorio italiano, sin duda no tendría sentido pronunciarse contra la máquina de acogida o contra la cooperación activa de los agentes humanitarios sin tener alternativas válidas.

Para repensar positivamente una política de asilo quizá se pueda pensar y actuar más allá de una lógica política que parece atrapada entre dos polos aparentemente opuestos pero en realidad funcionales entre sí, el humanitario y el seguritario. Ante los episodios de racismo y de caza de migrantes en las fronteras de Europa, lo humanitario ha aparecido, cada vez más, como si fuese el único posible horizonte alternativo y ha llegado a saturar los espacios de acción abiertos por activistas y asociaciones. Quizás, en vez de ver esto como una paradoja, pudiera ser que la presencia de lo humanitario confinatorio nos haga ver que, aunque sólo sea por la trampa jurídica de Dublín III, los procedimientos de identificación y de petición de protección internacional terminan bloqueando a los migrantes en ciertas partes de Europa, Italia y Grecia en primer lugar, en espera indefinida de protección humanitaria hasta que muchos de ellos se conviertan en “denegados” y por tanto en “ilegalizados”, producidos como migrantes irregulares por las mismas autoridades nacionales que les rescataron en el mar. Lo que les ocurra a esta creciente población de “denegados, de solicitantes de asilo ilegalizados, queda fuera de las imágenes de las Lampedusa de Europa que circulan en la red.

Y, sin embargo, los muertos en las fronteras y los migrantes perseguidos por la policía en los trenes entre Ventimiglia y Tarvisio no son sólo un espejo a través del cual leer lo que está sucediendo en Europa y a Europa. Mantener este tipo de mirada significaría en la práctica reiterar el leitmotiv de la migración como problema a resolver (sólo) a escala europea, contribuyendo a trazar una frontera geográfica en cuanto a las políticas de acogida, en un momento en que una de las características de las frontera móviles europeas es su tendencia a migrar cada vez más hacia el sur.

El proceso de Jartum firmado en octubre pasado entre la UE y diversos países de África, que ha abierto las puertas a un acuerdo con la dictadura en Eritrea para impedir la salida de población y con Nigeria para externalizar los campos de detención preventiva, confirmó que sería un error tratar de abordar el problema como un asunto exclusivamente europeo. Las imágenes de la multiplicación de fronteras dentro del espacio europeo y las de las “escena de rescate” no pueden separarse de la formación de estos espacios-frontera que representan el “preámbulo” espacial que los migrantes tienen que atravesar.

Por eso, repensar una política de asilo, yendo más allá de los criterios excluyentes del Alto Comisionado para los Refugiados y de la lista de países seguros y no seguros que marca a ciertas nacionalidades como indignas de protección, no puede limitarse simplemente a ser una reflexión en torno a la orilla norte y orientada sólo hacia el espacio europeo.

“Nous ne sommes pas la poubelle de l’Europe”: no somos y no tenemos la intención de convertirnos en el cubo de basura de Europa, comentan en los ministerios tunecinos, resistiendo a cualquier intento de hacer de Túnez un espacio “concentracionario” y de externalización de un asilo que la UE pretende trasladar a un país clave, de tránsito, y ahora también, desde 2011, de inmigración involuntaria.

Una externalización a menudo propuesta en lugares donde, como en Túnez, no existe una ley de asilo y donde, por tanto, se intenta desembarazarse de los solicitantes de asilo empujándoles hasta más allá de las fronteras nacionales, al desierto de Argelia, por ejemplo, lejos de las agencias europeas con base en Túnez.

En vez de desempolvar una vez más la crítica de las prácticas confinatorias de terceros países, señalándoles con el dedo desde la orilla norte por violar los derechos humanos, lo que debería estar en el centro de una crítica de los procesos de externalización es “lo que ocurre” en los espacios-frontera situados en las orillas este y sur del Mediterráneo. Y eso debería darnos la ocasión para repensar una política de asilo a la altura de las guerras actuales, más allá de las restricciones en función de los países de origen como criterio para la asignación de protección internacional.

Frente a la estrategia europea de “no dejar partir”, con la guerra declarada a los “traficantes” y con los acuerdos bilaterales con las dictaduras africanas, es necesario pensar más allá de los confines de Europa el significado que “asilo” debe tener.

Traducido por Trasversales

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