MARCO BASCETTA *.
El Tratado de Schengen está a un paso de su final. No en el sentido de una suspensión temporal, sino en el de su definitiva sepultura más o menos disfrazada. Y, una vez decaído el derecho a libre circulación de personas en la Unión Europea, el paso hacia su completa descomposición llegará en breve.
Los tratados europeos, como sabemos, prevén suspensiones y exenciones para casos de emergencia, lo que a primera vista parece razonable. Pero emergencia es una expresión nada unívoca. A veces se refiere a algo muy real, como la señal de alarma lanzada desde las costas mediterráneas de Italia y Grecia, escuchada tarde y con muchas reticencias, y a veces deriva de la arbitrariedad de tal o cual interés nacional o de una enfatización instrumental de amenazas imaginarias.
En el caso de la gran oleada migratoria poca diferencia hay entre suspensión y abolición de Schengen, al tratarse de un proceso de larga duración, estimada en unas dos décadas por algunos en Estados Unidos. El retorno de las fronteras es una cadena a la que será imposible imponer una regla común. Incluso aunque todos los Estados aceptasen su parte de refugiados, ¿cómo se obligará a éstos a aceptar el lugar asignado y quedar apresados en él?
Tras el cierre sin acuerdo de la cumbre de la UE del 14 de septiembre, se convocó otra de urgencia para el 22 de septiembre.El tiempo presiona, en muy pocos días puede ocurrir cualquier cosa, incluyendo la posibilidad de que los soldados de Orban comiencen a disparar contra los refugiados que traten de evitar ser detenidos. Ya estamos más allá de lo que era imaginable, cuando un país de la UE despliega a lo largo de la frontera un sistema de tribunales de campo y jueces “de batalla” para ejercer una “justicia” sumaria contra los migrantes.
Si un nacionalismo cada vez más abyecto reina en la mayoría de las cuestionables “democracias post¬comunistas”, también en Occidente se abren camino peligrosamente las prioridades y los intereses nacionales. La “generosidad” del gobierno de Berlín, de repente celebrada como un renovado liderazgo moral de Alemania, deja paso rápidamente a un proceso “ordenado” de absorción acorde a los ritmos y necesidades de la máquina económica alemana. Esto significa establecer controles estrictos en las fronteras y un amplio sistema de filtrado en los países que tienen sus fronteras entre Europa y las tierras de caos, sistema al que se ha dado el cautivador nombre de hotspot o “puntos calientes”.
Mientras que la UE retrocede hacia un mercado común, aunque fuertemente desequilibrado, las autoridades soberanas nacionales se dedican a construir sus muros legislativos y físicos, una tras otra, aunque con diferentes instrumentos y retóricas
Las barreras no se situan sólo en las fronteras de la UE. Primero, la euroescéptica Gran Bretaña declaró su intención de reducir el número de ciudadanos comunitarios que viven y trabajan allí; a continuación, el Tribunal Europeo de Justicia autorizó a Alemania a negar beneficios y subsidios a los llamados “turistas del bienestar” y a aquellos trabajadores precarios que se muevan dentro del espacio Schengen hacia los países en los que la intermitencia laboral no equivale a la pobreza absoluta. Pero Berlín no está satisfecho con la sentencia favorable y le gustaría eliminar incluso las pocas limitaciones que la Corte pone a esta exclusión del sistema de seguridad social. Por último, están aquellos a los que les gustaría que los refugiados fueran excluidos del salario mínimo para favorecer el empleo de los menos cualificados.
Afortunadamente, tanto el SPD como la central sindical DGB se oponen a ello, no tanto por su declarada intención igualitaria como por el temor a una competencia a la baja en el mercado laboral. Pero es bien conocido que el gobierno federal se propone desde hace tiempo conseguir que el sistema de bienestar alemán sea “menos atractivo” para desincentivar a los migrantes, comunitarios o extracoimunitarios.
Esto se puede hacer de dos maneras. O excluyendo a los recién llegados de una serie de derechos y protecciones, instituyendo de hecho una población de serie B, contra todos los principios y al precio de futuras tensiones, o limitando las protecciones sociales para todos mediante una vuelta de tuerca liberista más de la llamada “economía social de mercado”. Pero esa solución encontraría una considerable resistencia interna. Todos estos crujidos anuncian el fracaso estructural del proyecto europeo.
La crisis griega ya había asestado un duro golpe no sólo a la Europa política, sino también a la propia capacidad económica y social de la eurozona. Las modestas escaramuzas entre halcones y palomas, más propensas al oportunismo que a los buenos sentimientos, no habían afectado al marco de una Europa globalmente alineada tras la hegemonía de Berlín contra las pretensiones incondicionalmente “europeístas” del gobierno de Atenas, condenado al aislamiento. Pero aún no se había entrado en la etapa de guerra de todos contra todos, de desconfianza mutua, de reflejo proteccionista, de cierre identitario, esa etapa que parece haber sido desatada por la gran oleada de refugiados, borrando en un abrir y cerrar de ojos las palabras edificantes de Angela Merkel . El nacionalismo, como el cierre de fronteras, es un fenómeno altamente contagioso.
Es altamente dudoso que Berlín o Bruselas conduzcan a Europa hacia la imposición a los regímenes semidemocráticos del Este, en los que Alemania cultiva importantes intereses económicos y financieros, de un memorando político tan exigente como el memorando económico impuesto a Grecia, aunque si no pueden ser expulsados del euro sí habría otros instrumentos de presión disponibles.
Pero la presidenta Merkel se apresuró a señalar que en este caso no estaba indicado hacer amenazas. Los defensores de las soberanías nacionales, que desde derecha o izquierda guiñan un ojo a Victor Orbán, sin duda se indignarían ante la posibilidad de un nuevo “diktat” europeo sobre derecho de asilo. Quede claro, sin embargo, a qué torvos personajes, a qué contenidos políticos, a qué infames ideologías, acompañan bajo la bandera de las naciones y contra la integración europea. Que quienes concuerdan implícitamente con la afirmación de Marine Le Pen de que la separación actual “no es entre derecha e izquierda, sino entre nacionalistas y mundialistas” se expresen con igual claridad. Así sabremos con quién estamos tratando.
* Aparecido también en Il Manifesto, 17/9/2015