Por VITOR MANUEL MONCAYO C.
Estamos ante un fenómeno extraño e imprevisible, cuya superación no es inmediata, pues demanda un tiempo que es imposible establecer. Dada esa naturaleza, es preciso reconocer que por su inmediatez, no estamos en la mejor condición para aportar reflexiones que puedan ser pertinentes. Sin embargo, conviene explorar un entendimiento. Como ya lo hemos avanzado en otras ocasiones, todos vivimos hoy en sociedades signadas en su organización por el orden capitalista. Ese orden en la época contemporánea está edificado sobre la fuerza de trabajo, asociada a un acumulado científico-técnico que se materializa en un sistema material e inmaterial, producido y construido por el conjunto de la sociedad, bajo relaciones de desigualdad e inequidad.
Las agrupaciones poblacionales de las sociedades capitalistas.
Ello comporta que cada sociedad reúna un grupo societario ligado a ese orden, en términos diferenciales. De un lado, quienes detentan la propiedad de ese sistema material e inmaterial y controlan y organizan la organización social productiva, y los vinculados a otras dimensiones político-jurídicas que también participan en esa organización y, de otro, el amplio y vasto conjunto de la población que vive y se reproduce, es decir satisface sus necesidades existenciales de múltiples maneras, gracias a sus vínculos salariales con la organización capitalista que les asegura ingresos, o mediante otras formas múltiples no salariales, o que de manera permanente o temporal está excluida de esa organización pero lucha por su supervivencia, en condiciones ciertamente difíciles.
Corriendo el riesgo de simplificar, se trata de varios conjuntos poblacionales: los propietarios de la organización productiva (podrían identificarse como empresarios); los relacionados con las dimensiones político-jurídicas de la organización (en general, los empleados del Estado-funcionarios de todo orden, miembros de la rama legislativa, policías y soldados); los asalariados; los que obtienen formas de ingreso no salariales; y los excluidos de la organización que sobreviven en ella. Obviamente, las características, condiciones y formas de estas agrupaciones revisten muchas particularidades, según la especificidad que les otorga cada sociedad. Pero, lo central es reconocer que cualquiera que sea la sociedad de que se trate, su funcionamiento reposa sobre la participación de la fuerza laboral, que concurre de manera social y cooperativa a su funcionamiento, y que participa en la construcción de los bienes materiales e inmateriales del sistema productivo, como lo ha hecho también en momentos históricos precedentes.
Obviamente esto enlaza, según lo expuesto en un artículo anterior de esta Revista, con la nueva lógica del capitalismo postindustrial, con sus transformaciones sustanciales de la naturaleza del trabajo, bajo una nueva cooperación social productiva y, sobre todo, con una nueva forma de explotación, que nos ha conducido de la clásica apropiación de la plusvalía propia del régimen salarial a múltiples formas de extracción del valor. Se trata de entender la forma de explotación de ese trabajo, que se despliega en toda la sociedad, de ese conjunto de actividades humanas que no están sometidas al régimen salarial, de quienes tampoco puede predicarse en estricto sentido que tienen un empleo o una ocupación. Los términos y la posibilidad misma de una medición han desaparecido. Ese tiempo de trabajo, ahora coincidente con todo el tiempo de la vida, donde no se puede distinguir trabajo necesario y trabajo excedente, ni tampoco entre tiempo de trabajo y de no trabajo, en la medida en que el sistema capitalista no ha concluido, es también trabajo explotado, es trabajo dominado, expoliado, así el fenómeno no pueda ser cuantificado con la ayuda de la teoría del valor-trabajo, que encontraba su explicación a través de la relación salarial.
Lo que apreciamos hoy en esos conglomerados poblacionales, además del trabajo asalariado, es un trabajo social (común) que tiene que ser apropiado sin pasar por el régimen salarial. Es lo que se refleja en los datos estadísticos como sector informal cuyo tamaño oscila alrededor del 50%. Su tiempo de trabajo está difundido en todos los espacios de la vida social y tiene o no retribución, sin que se pueda estimar el eventual ingreso como salarial. Unos obtienen un ingreso mayor, otros menor, otros ninguno, algunos lo reciben temporalmente, a veces proviene de las operaciones del mercado, en otras, de la acción estatal redefinida, o en otras, de las tareas que se asignan a la sociedad civil restaurada y recuperada. En estas circunstancias las figuras que asume la explotación son muchas, pero ya no pueden remitirse a un común denominador, a una medida universal, a un valor de cambio. Lo que ocurre ahora no es explotación en el sentido de una apropiación del trabajo concreto, pero sigue siendo exacción, extracción. El problema es que estamos acostumbrados a utilizar la expresión explotación en el sentido de un proceso que siempre remite al trabajo concreto, pero que hoy no se puede apreciar cuantitativamente en términos de trabajo abstracto medido por la ley del valor, pues se trata del trabajo abstracto de la cooperación común.
Pues bien, la existencia biológica y social de todas esas agrupaciones poblacionales debe estar garantizada por la propia organización social productiva que, en principio, existe en función de ese propósito, pero en la realidad de su funcionamiento se evidencia no sólo que esas condiciones de existencia son diferenciadas y, sobre, todo desiguales e inequitativas, sino que no incluyen amplios sectores sociales que sobreviven en condiciones de pobreza absoluta y de miseria. Lo que sustenta esas condiciones de existencia son los recursos de origen salarial que provienen de los propietarios empresariales; de los ingresos no salariales derivados de distintas fuentes; de las asignaciones estatales; de lo procedente de las actividades autónomas o análogas; y de los bienes, servicios y subsidios ofrecidos por organizaciones estatales. Ese es el escenario en el cual se despliega y debate la controversia sobre las condiciones de desigualdad, que en cada sociedad reviste especificidades, como ya lo hemos señalado.
La naturaleza interrumpe la organización social productiva
El escenario de la desigualdad representa el ámbito de la resistencia frente a las formas que asume la organización social productiva, a cuya vitalidad responde el sistema introduciendo cambios y transformaciones que mantienen la desigualdad bajo procesos y reglas diferentes. Pero, esas condiciones sociales de existencia pueden llegar a ser alteradas por acontecimientos de orden natural, es decir, en principio, extraños a la organización social productiva. Es lo que ocurre con eventos como los sismos, los incendios, las inundaciones, los sunamis, los huracanes…., que afectan a las personas y a la materialidad de la organización productiva. Es el caso también de las enfermedades, las cuales al ser conocidas e investigadas permiten su tratamiento médico, pero que en ciertos casos aparecen como novedades que no han sido conocidas ni estudiadas científicamente, y que pueden afectar en forma letal a la población en determinadas áreas geográficas o en la totalidad del planeta, como ocurre con las llamadas pandemias.
Los efectos de esos fenómenos naturales son múltiples y diversos, y son atendidos y solucionados por la propia organización social, acudiendo a distintos medios. Según su naturaleza y alcance, en ese tratamiento intervienen el Estado, los empresarios y las personas individualmente consideradas, bajo las reglas y condiciones establecidas previamente o con ocasión de los eventos. Pero, tratándose de un acontecimiento sobreviniente que afecta la salud de las personas, de características letales, en cualquier lugar del planeta, frente al cual el sistema sanitario no tiene respuesta adecuada, como es el caso de la pandemia del coronavirus que afrontamos, la organización social productiva tiene que dar una respuesta, pues se trata de un fenómeno que elimina, en distintas proporciones, a los integrantes de los grupos poblaciones a los que hemos hecho alusión atrás, sobre los cuales reposa la dinámica de la organización productiva, o los excluye de la posibilidad de recibir ingresos, sean estos salariales o no.
La realidad capitalista desnudada por el virus
Pues bien, considerada la pandemia del coronavirus, no sólo ha producido hasta ahora ese efecto sobre los grupos poblacionales, sino que ha permitido evidenciar, con mayor claridad que los estudios académicos, la realidad de la organización social productiva y de sus específicas características; la ha desnudado. En el caso colombiano ha permitido observar cómo la organización depende de manera esencial de un conjunto de asalariados, de un grupo poblacional muy heterogéneo que percibe ingresos no salariales, e igualmente de los excluidos de manera temporal o permanente de la organización productiva. Al afectarlos, por los efectos letales o por su exclusión del sistema de ingresos, ha paralizado o alterado en distintos grados la organización social productiva, hasta el punto que, aunque se proclame como discurso, que lo principal es la vida, lo central es el restablecimiento y la continuidad de la organización social productiva, bajo las mismas u otras condiciones que reproduzcan los términos de desigualdad e inequidad que le son propios. Por ello llegan a decir cínicamente “que este año nos tenemos que olvidar ya todos de generar utilidades y rentabilidades, y concentrarnos en la función social de la empresa, dentro de la cual la generación de empleo es primordial” (declaración del presidente de la Andi, Bruce Mac Master, El Tiempo, 24 de marzo de 2020).
El virus ha destapado el sistema, pues ha mostrado en forma clara, a cielo abierto, que sin la participación de los conglomerados poblaciones a que hemos hecho referencia, no puede funcionar, se paraliza. Y ha puesto al descubierto que el resultado de la organización social productiva sólo beneficia a quienes la detentan, pues la mayoría de la población sólo recibe ingresos exiguos. Guardadas las proporciones es como si una huelga general hubiera detenido la producción. En este caso, es el Covid-19 que ha actuado como una venganza de la naturaleza contra el orden social capitalista. Paradójicamente la máscara que nos ha impuesto para evitar el contagio, se la ha quitado al sistema dejándolo desnudo, ha corrido el telón para que veamos crudamente la desigualdad, sus riesgos y los mecanismos que la explican.
Ya podemos apreciar con toda claridad que ese vasto universo que llamamos informalidad, que se sitúa entre los empleados asalariados y los abiertamente desempleados, es una categoría que comprende o incluye todas las formas nuevas o atípicas de generación de ingresos propias de la fase neoliberal. Desafortunadamente no existe información cierta que permita una aproximación a las modalidades de informalidad, que permitan develar las transformaciones del trabajo en Colombia bajo la fase neoliberal, salvo la muy reciente encuesta sobre los micro negocios en el periodo enero a octubre de 2019 efectuada por el DANE. Según los analistas, es que “Según la OIT, en el mundo hay 2.000 millones de personas en el sector informal, y Colombia, comparada con la región de las Américas, presenta una tasa mayor de informalidad, 48,9 por ciento frente a 40 por ciento, respectivamente.”[1] Esa condición, como bien se afirma, no es una condición que se elija voluntariamente, sino una realidad de la organización capitalista actual, que no se supera mediante políticas y decisiones de formalización, como lo pretenden los Gobiernos y los empresarios con el propósito imposible de que se incorporen como contribuyentes y eleven la productividad. Y tampoco se modifica como consecuencia del crecimiento global de la economía, pues éste no significa cambio alguno en las formas y volúmenes de los ingresos que se generan.
Lo que sí se puede ponerse en consideración son las condiciones de distribución que generan pobreza y desigualdad. En lo que se refiere a la desigualdad, es una situación inherente a las sociedades de clase. En el período que analizamos, esa desigualdad la expresa la concentración del ingreso (que puede ser asimilada a la riqueza generada), cuyo índice Gini durante los años 2002-2010 se mantuvo en un promedio de 0,559, y que durante los períodos de Santos apenas se redujo a 0,528, indicadores que al ser superiores a 0,40 son alarmantes, reflejan una polarización entre ricos y pobres y, por ende, que la extracción de valor favorece de manera evidente a sólo un sector reducido de la población, en desmedro de amplias capas de la sociedad.[2]
En efecto, esa situación corresponde a un 10% de la población que captura el 45% del ingreso generado por el trabajo, y dentro de ese porcentaje el 1% concentra el 20% del ingreso; en contraste con los sectores populares que representan el 50% de la población y sólo reciben el 1% del ingreso nacional, mientras la clase media (40%) percibe el 40%. De otra parte, apreciada la situación de pobreza pasó de 45,2% en promedio a nivel nacional en el Gobierno de Uribe a 29,5% en promedio en el gobierno Santos.
Desde otra perspectiva, para apreciar de alguna manera la extracción de valor por la vía tributaria y la reiteración de la polarización entre ricos y pobres, son muy significativos los datos recogidos y analizados por el reciente estudio de Garay y Espitia[3], que les permiten concluir que “Todo lo anterior lleva a que en la práctica la política tributaria contribuya decididamente, y no sólo de manera directa, a reproducir y perpetuar la desigualdad de Ingresos y Riqueza en el país, sino también indirectamente a limitar perversamente la capacidad del Estado para financiar la prestación de servicios sociales, adelantar planes y proyectos de desarrollo estratégicos y políticas redistributivas para reducir sustancialmente la pobreza, mejorar las condiciones de vida de la población, especialmente la vulnerable, y progresar decididamente en el goce efectivo universal de los derechos fundamentales como debiera lograrse en el marco de un Estado Social de Derecho pregonado por la Carta Constitucional de 1991”.
En fin, el destape del virus nos permite volver a denominar a todos esos grupos asalariados o no y excluidos, como un conjunto multitudinario de clases sociales, que se han hecho visibles, con sus especificidades y características propias, e igualmente con sus múltiples y diversos intereses y posiciones, que exige hablar de clases sociales con otro contenido y alcance. Superado el ataque pandémico, ya no habrá velos que oculten la realidad que conocimos desnuda; quizás sea la oportunidad para nuevas prácticas y movimientos sociales que seguramente empezarán por señalar el carácter limitado y excluyente del sistema de salud y, por ende, proclamarán la salud como un bien común, que definitivamente debe ser desmercantilizado. Pero, que podrán también dirigirse contra todas las nuevas formas novedosas de trabajo que encierra la informalidad, y contra las múltiples modalidades extractivas del valor social.
Las opciones frente a la pandemia
En ese contexto, es posible apreciar mejor las alternativas sobre las cuales discurren las soluciones a la pandemia y a sus efectos. En la escena aparece como principal la vida, para lo cual se diseñan instrucciones personales de salud (lavado de manos y desinfección, nuevas formas de saludo), o mecanismos de control social, como el aislamiento domiciliario, o la limitación del derecho de circulación en el orden local, nacional o internacional. Y, paralelamente, la ordenación y mejoramiento de los sistemas sanitarios que por sus características neoliberales, no están adecuados desde el punto de vista técnico, organizativo y humano, para la atención del fenómeno respecto del conjunto de la población.
Pero, la tras-escena es más compleja: nos muestra que más allá de los gestos presentados con sentido humanitario, lo esencial discurre alrededor de las consecuencias de esa interrupción o alteración del orden social productivo, en especial sobre cómo y quién garantiza los ingresos salariales o no de los grupos poblacionales, y sobre cómo evitar una afectación muy sensible de la organización empresarial que puede conducir a su eliminación o disminución. En esta dimensión no se trata tanto de “salvar vidas”, como se dice en todas partes, sino de “salvar el sistema de organización social productiva”, e igualmente de definir quién y cómo asume esa responsabilidad. Las opciones o alternativas sistémicas son muchas, entre las cuales podríamos considerar las que presentamos a continuación:
Una primera busca que sea la propia fuerza laboral que deja de recibir ingresos, la que admita su disminución en beneficio de la rentabilidad empresarial. Se trata de los mecanismos de orden laboral que permiten acudir excepcionalmente a las cesantías acumuladas, que ya son producto del trabajo, para compensar el descenso salarial, o a la utilización anticipada de vacaciones, que forman parte del salario, para el mismo fin. En la misma dirección funcionan mecanismos de otorgamiento de crédito bajo condiciones favorables, pero que en el fondo serán pagados con ingresos salariales. En esa misma dirección se moverían reformas que flexibilicen los contratos laborales y permitan su modificación, suspensión o terminación.
Una segunda alternativa son las transferencias que puede hacer el Estado, tanto a la fuerza laboral asalariada o no, como a las unidades empresariales. En el primer caso, su finalidad busca irrigar recursos en el mercado de consumo, y puede estar dirigida a la población asalariada o no y hasta a la población excluida. En el segundo, opera a manera de transferencias de apoyo o de subsidio, de manera diferenciada según la magnitud de la empresa, o de condiciones de crédito preferenciales y beneficiosas. Es la vía que está utilizando el Gobierno Duque cuando acude a los subsidios para la población de programas especiales (familias en acción, adulto mayor, etc.) o a la llamada devolución del impuesto de valor agregado a familias vulnerables, o a autorizar el retiro de cesantías, o a la utilización de vacaciones anticipadas, o a programas especiales de crédito de bajo costo para unidades de personas que actúan de manera autónoma o independiente, o para empresas según su magnitud.
Son los típicos programas que se han utilizado en otros momentos críticos, como lo es el que debe implementar ahora el gobierno Trump, con el cual pretende inyectar aproximadamente un billón de dólares con destino a las familias más necesitadas y a las pequeñas empresas en un porcentaje muy pequeño; y a las grandes empresas ligadas a la población con pocos recursos, como las cadenas de hoteles de cinco estrellas, los conglomerados de las aerolíneas, las empresas de cruceros, y los restaurantes de lujo.
En todo caso, estamos ante la asunción por el Estado de todo o parte del costo de las afectaciones que ha provocado, en este caso, la pandemia, en función de la protección de la existencia de las unidades empresariales. Como gasto público, finalmente, remite a las fuentes de la tributación y a los mecanismos de endeudamiento y, por lo tanto, a los contribuyentes según su grado de participación en el recaudo.
Por último, aunque no sea una opción muy utilizada, el Estado podría acudir, para los efectos de la responsabilidad económica de los efectos del fenómeno pandémico, a imputar todo o parte de su costo a las unidades empresariales, seguramente distinguiendo según sus tamaños y significación. Sería una especie de tributación especial, que se traduciría, por ejemplo, en desembolsos en favor de sectores poblacionales vulnerables, o en el mantenimiento de las condiciones laborales durante la interrupción o suspensión del proceso productivo. Es la opción que sugiere con razón el obispo de Quibdó, Juan Carlos Barreto, cuando nos dice: “Si sabemos en los bolsillos de quiénes está el dinero, lo más lógico es que podamos exigirles solidaridad en este momento de crisis para la Nación. Los que han logrado las vacas gordas en un país empobrecido, deberían asumir con generosidad la iniciativa de contribuir con el costo de la actual crisis aportando una parte de sus ganancias, sin que corran el mínimo riesgo de entrar en quiebra. No es un asunto de limosnas. La pregunta es para las mil empresas más grandes del país: de esos $200 billones que ganaron en los últimos cuatro años, ¿Cuánto van a aportar para apoyar a la patria que los enriqueció? La misma pregunta va para el sector financiero: de los más de $70 billones que ganaron en los últimos cuatro años, ¿Cuánto van a devolver a sus benefactores?”.
Frente a todas esas opciones, que seguramente se mezclarán bajo muchas formas, lo importante es deconstruir todo el entramado ideológico de la supuesta solidaridad del conjunto de la sociedad, que apela también a las prácticas caritativas y que permite apreciar los aportes de ciertos empresarios como ejemplos filantrópicos. Tenemos que beneficiarnos del develamiento provocado por el virus, para mostrar que las acciones estatales no tienen los rasgos bondadosos que salen del corazón, sino que son instrumentos para contribuir al restablecimiento de un orden social capitalista en crisis, cuyo mantenimiento permitirá que subsistan y se consoliden sus características de desigualdad e inequidad en todos los órdenes. Superado el ataque viral, existirá una oportunidad para declarar, sin ambages ni temores, que vivimos en una sociedad de clases sociales y de antagonismos, que debemos superar.
[1] LOPEZ MONTAÑO, Cecilia. Columna de prensa de febrero 26 de 2019.
[2] SARMIENTO, Libardo. Ops cits.
[3] GARAY, Luis Jorge y ESPITIA, Jorge Enrique. Dinámica de las desigualdades en Colombia. Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2019. P. 288.