di RAUL ZIBECHI.
24/12/2011
Oleadas de activismo social modificaron la relación de fuerzas en América Latina y tuvieron como consecuencia indirecta la instalación de un conjunto de gobiernos progresistas y de izquierda en la mayor parte de los países de Sudamérica. La acción colectiva canceló el período neoliberal caracterizado por las privatizaciones, la desregulación y la apertura de las conomías, y abrió una etapa más compleja en la que conviven rasgos del mismo modelo con búsquedas de caminos basados en un mayor protagonismo de los estados y la construcción de la integración regional. El protagonismo de los movimientos sociales fue decisivo al configurar situaciones de crisis donde la incidencia de los sujetos populares resultó determinante a la hora de cerrar una etapa en relación a las políticas sociales. A su vez, las respuestas dadas por los estados en las situaciones de mayor emergencia social, habilitaron el nacimiento de una segunda generación de políticas sociales que de algún modo sustituyen las políticas focalizadas y compensatorias del período neoliberal (Clemente; Girolami, 2006). Esta nueva gama de políticas no sólo extiende sino que profundiza las diversas prestaciones ya existentes, estableciendo nuevos modos de relación sociedad-Estado que influyen en el tipo de gobernabilidad que, de algún modo, inauguran los gobiernos llamados progresistas de la región. Las nuevas formas de gobernar, en las que las políticas sociales juegan un papel destacado, se relacionan y responden, a la vez, a las características de los movimientos nacidos en esta etapa, que se diferencian de los del período anterior en el cual los sindicatos ocupaban el lugar central. Los movimientos que protagonizaron la década de 1990 son de base territorial, representan a los excluidos por el neoliberalismo, a los desocupados, los sin techo, sin tierra y sin derechos, en suma a los que habitan el sótano de las sociedades, tienen una fuerte impronta cultural e identitaria, y un papel protagónico de las mujeres y las familias (Zibechi, 2003).
Esos movimientos nacieron en un marco de acumulación por desposesión (Harvey, 2003), y encarnaron la oposición al nuevo patrón adoptado por el capital que puede sintetizarse en los postulados del Consenso de Washington: liberalización de los movimientos de capitales, desregulaciones, apertura económica, ajuste fiscal y privatizaciones. La novedad principal de la nueva coyuntura regional, consiste a mi modo de ver en que el Consenso de Washington fue deslegitimado pero el neoliberalismo no fue derrotado. Por el contrario, la acumulación por desposesión –anclada en el modelo extractivista- se sigue profundizando en esta etapa a través de la minería transnacional a cielo abierto, los monocultivos de soja, caña de azúcar y palma, y del complejo forestación- celulosa. Estos emprendimientos, conducidos siempre por grandes multinacionales, se apropian de los bienes comunes -en particular agua y territorios- para convertir la naturaleza en mercancías (commodities) exportadas a los países centrales o emergentes como China e India.
La privatización, concluye Roy, consiste esencialmente en “la transferencia de activos públicos productivos a empresas privadas. Entre estos activos productivos se encuentran los recursos naturales: tierra, bosques, agua, aire. Estos son activos que el Estado posee en nombre del pueblo al que representa (…). Arrebatárselos para venderlos a empresas privadas representa un proceso de desposesión bárbaro, a una escala sin precedentes en la historia” (Harvey, 2003, 127).
Una segunda característica de la nueva gobernabilidad es que la acumulación por desposesión debe ser compensada, necesariamente, por políticas sociales, porque estructuralmente la hegemonía del capital financiero genera exclusión y marginalización de la fuerza de trabajo. Los emprendimientos mineros andinos, las cincuenta millones de hectáreas sembradas con soja y los cultivos forestales, casi no necesitan mano de obra, pero sí mucha agua que es devuelta contaminada con mercurio y agrotóxicos. El modelo extractivista, a diferencia del modelo industrial que necesita obreros en la producción y obreros en el consumo (o sea en la producción y en la realización del plusvalor), puede funcionar con máquinas automatizadas y robots, y no necesita consumidores ya que las commodities se venden en países remotos.
Por esta razón, una vez deslegitimada la era de las privatizaciones, el modelo extractivista debe ser pilotado por gobiernos progresistas, que son los más aptos para lidiar con la resistencia social ya que provienen de ella. Harvey señala, con total acierto, que los movimientos que se levantaron contra la acumulación por desposesión “emprendieron por lo general una vía política propia, en algunos casos muy hostil a la política socialista” (Harvey, 2003, 130). Pero no nos dice qué sucede con los movimientos sociales cuando el mismo modelo es dirigido por una parte de la coalición que encabezó las revueltas. Cuando se dice que América Latina es un laboratorio de resistencias sociales, debería no olvidarse que, en paralelo, es también un banco de ensayo de programas para aplacar las insurgencias sociales. Como las necesidades de los más pobres no se calman con discursos, por más radicales que sean, parece necesario indagar cómo se fueron construyendo los mecanismos capaces de aplacar la conflictividad social de carácter territorial, clave para lubricar las nuevas gobernabilidades.
Políticas sociales para garantizar la estabilidad
Pese a la variedad y diversidad de situaciones, una primera constatación es la ampliación cuantitativa de beneficiarios de las políticas sociales. En Brasil el Plan Bolsa Familia alcanza a casi 50 millones de personas, un 30% de la población, mientras que en algunos estados del nordeste los beneficiarios alcanzan al 65% de los habitantes. Aunque Brasil es el país donde la cobertura tiene mayor amplitud, en ningún caso las cifras bajan del 15-20% de población total que es asistida por políticas sociales. En toda la región los beneficiarios son más de cien millones de pobres que, por un lado, han mejorado su situación material, pero tienen ahora menos motivos para organizarse en movimientos sociales.
Sin embargo, lo más destacable son los cambios introducidos respecto a la primera generación de políticas sociales, precisamente por la magnitud de la problemática que se pretende abordar. Uno de los más destacados teóricos latinoamericanos sobre el tema sintetizaba años atrás la necesidad introducir cambios de fondo en las políticas focalizadas y compensatorias hacia la pobreza, hegemónicas en ese período: “La masividad de la exclusión y degradación del trabajo asalariado y por cuenta propia existente requiere un cambio de visión. La política social asistencialista dirigida a compensar los estragos que genera la economía es ineficaz y reproduce e institucionaliza la pobreza” (Coraggio, 2004, 318).
La propuesta tiene una doble dimensión: a escala general romper con las políticas privatizadoras y de retirada de los estados que caracterizaron la década de 1990, y a escala local y territorial, espacios donde las políticas sociales se plasman en intervenciones concretas, “promover no la pasividad sino la actividad de la gente” (Coraggio, 2004, 319), para que se integre o ponga en pie iniciativas que redunden en un aumento de sus ingresos. La demanda de activismo social, individual y colectivo, supone un giro radical respecto al anterior concepto del “beneficiario” como objeto pasivo de políticas compensatorias ancladas en las transferencias monetarias. De ese modo, la nueva generación de políticas sociales entronca con la oleada de movilizaciones que fue el signo característico de los 90 en la región, aprovechando y sumándose al universo de organizaciones y movimientos sociales para integrarlos a las nuevas políticas.
Por cierto, este proceso no fue gradual ni uniforme, y no se registró en todos los países con idéntica intensidad. Pretendo rastrear el caso del apoyo estatal a los proyectos socio-productivos, o economía solidaria, por considerar que se trata de uno de los virajes más profundos en materia de políticas sociales que afectan –o pretenden hacerlo- a la gobernabilidad, al establecer nuevas relaciones sociedad-Estado.
Debe comprenderse que no se trata, solamente, de una cuestión cuantitativa respecto a los recursos, sino de “redireccionamiento de los recursos de las políticas sociales” (Coraggio, 2004, 314), en el convencimiento de que la reinserción social de los excluidos demanda un largo proceso de intenso trabajo (que Coraggio estima en un mínimo de una década) pero sobre todo de comprobar los límites del asistencialismo como elemento de superación de la exclusión. En suma, el cómo tiene tanta o mayor importancia que lo que se quiere hacer. De ahí la propuesta de “’meterse’ con la economía para cambar la situación actual” (Coraggio, 2004, 319). En este punto se desarrolla una propuesta que no pretende inventar sino aprovechar el impulso de los movimientos sociales para encauzar un conjunto de energías que, sobre la base del activismo que generó miles de emprendimientos productivos para paliar la miseria, permita profundizar y mejorar esas iniciativas para encauzarlas en el doble sentido de integración social y desarrollo nacional.
En esa dirección, los gobiernos progresistas del Cono Sur supieron comprender el fenómeno e interpretaron con audacia teórica y prácticas novedosas, las rupturas implícitas en la nueva generación de movimientos, en gran medida porque sus cuadros y administradores provienen del corazón de ese nuevo activismo de base, de fuerte impronta territorial. La experiencia de la emergencia social de 1989 a raíz de la hiperinflación en Argentina, permitió leer la respuesta de los municipios durante la emergencia de 2001 de un modo más complejo. El punto de partida puede haber sido similar, en el sentido de que “los municipios argentinos volvieron a lanzar ráfagas de lentejas, polenta y leche en polvo, evitando el estallido social y protegiendo nuestra democracia” (Clemente; Girolami, 2006, 9). Pero cuando se posa la mirada en lo sucedido en el territorio, se coloca el énfasis en el “análisis de los vínculos, conflictivos y cooperativos, que se establecieron en la crisis entre los gobiernos locales y las organizaciones sociales- especialmente aquellas surgidas en la protesta social de los noventa” (Clemente; Girolami, 2006, 11).
Pese a la intensidad de la crisis (la pobreza en Argentina alcanzó al 54,3% y la indigencia al 27,7% de la población) y la potencia del conflicto (diez mil de cortes de rutas y calles en 2002, asalto a supermercados y decenas de muertos en 2001), se comprendió que la disrupción fue una oportunidad para generar nuevos canales para atender demandas sociales insatisfechas. La crisis y la emergencia social, además de un amplio movimiento social territorial de los desocupados, activaron nuevas capacidades: de generar consenso, de organización social y de contención de las familias. “La gestión de emergencia pone en juego y/o incentiva el desarrollo de diferentes capacidades que, si bien son propias de la gestión pública, no es habitual verlas en conjunto desplegadas en el campo de la política social” (Clemente; Girolami, 2006, 92).
El no haber negado o reprimido el conflicto, el empeño en procesarlo y canalizarlo para mantener la gobernabilidad, llevó a una camada de profesionales –una parte de los cuales ocuparon luego cargos destacados en ministerios de desarrollo social- a comprender la necesidad de contar con los movimientos para –precisamente- asegurar esa gobernabilidad que parecía escaparse de sus manos en los momentos álgidos de la crisis. Por eso existe cierto consenso en que la crisis fue la partera de la nueva generación de políticas sociales. Entre las capacidades que activa la crisis, aparece la fuerte interacción entre organizaciones sociales y Estado, que convirtió a las primeras, más allá de su propia voluntad, “en una extensión operativa de las políticas municipales destinadas a paliar la crisis” (Clemente; Girolami, 2006, 97). Dicho de otro modo, la movilización social abre las puertas a nuevas articulaciones territoriales para plasmar políticas sociales, en las que destacan los municipios, las iglesias, las organizaciones empresariales, las organizaciones sociales tradicionales (sindicatos, asociaciones de fomento, cooperativas) y los nuevos movimientos (piqueteros, asambleas barriales).
La movilización social pasa de ser considerada un problema a visualizarse como una oportunidad. Junto a la lógica ascendente de la demanda social, aparece una inversa –pero complementaria- cuyo sujeto es el Estado pero ahora compartida con los actores territoriales: “Al mismo tiempo se genera desde el poder local una lógica descendente en donde la existencia de estas organizaciones constituyen canales para la asistencia social del Estado y el punto más próximo para la llegada de políticas sociales focalizadas territorialmente a las familias beneficiarias” (Clemente; Girolami, 2006, 57).
Éste ida y vuelta fue captado por las autoridades del área social como una oportunidad para modificar la primera generación de políticas sociales, que en los hechos habían sido desbordadas por la fenomenal demanda provocada por la crisis de 2001. Pero para dar ese paso hacía falta contar con las organizaciones, no en el sentido de usarlas como apoyo o vehículo de las políticas sociales sino para poder co-construir esas políticas de modo que tuvieran mayor legitimidad y más profundidad en el territorio. Puede decirse que se actuó con pragmatismo, pero lo cierto es que una camada de analistas y gestores fueron capaces de ver la oportunidad que se presentaba ya que “en el territorio se tejió lo que podríamos graficar como un amplio tejido de contención al que se sumaron progresivamente actores sociales hasta el momento ausentes, como los empresarios y los gremios, y otros que estaban actuando desde la protesta, como el movimiento de desocupados” (Clemente; Girolami, 2006, 86).
En este punto operan como mínimo dos elementos adicionales, ambos vinculados a una nueva comprensión de los cambios introducidos por el modelo neoliberal. Por un lado, los efectos de la crisis de la sociedad salarial y los problemas estructurales del mercado de trabajo, que llevan a los excluidos a la búsqueda de formas de autoempleo “que se evidencian en la generación de microempresas, empresas recuperadas, emprendimientos familiares, ferias sociales, redes de trueque, de comercio justo y de micro crédito” (Arroyo, 2009, 88). El Estado reconstruido luego del estallido social de 2001, ve en la consolidación de la economía social un actor para generar políticas de desarrollo con integración. Eso explica el interés del Estado, no sólo en Argentina sino de modo muy destacado en Brasil y Uruguay, entre otros, por fortalecer un sector que abre la posibilidad de promover desarrollo económico en direcciones diferentes a las que pregona la economía de mercado.
En segundo lugar, se busca superar la pobreza con medidas que apuntan, además de hacia una nueva economía, hacia un concepto más dinámico de ciudadanía y menos atado a una mirada reduccionista que cosifica a los pobres como “beneficiarios”. Daniel Arroyo, ex ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires y ex secretario de Políticas Sociales del Ministerio de Desarrollo Social, apunta en esa dirección:
No se logra la integración social garantizando la supervivencia de las personas, sino que se afirma en el derecho de todos a vivir dignamente en una sociedad sin excluidos y la inclusión depende significativamente de la participación popular en la vida comunitaria en un ejercicio pleno y activo de la ciudadanía (Arroyo, 2009, 125).
Estas formas de encarar la superación de la pobreza llevaron a las autoridades ministeriales a prestar especial atención a la economía social o solidaria. Mientras el contrato social que dio origen al welfare, de especial importancia en Argentina y Uruguay, que se resumía en riesgo para el capital y seguridad para el trabajo, el modelo desregulador invirtió la ecuación haciendo que “la inseguridad sea parte de la vida cotidiana de los trabajadores y la seguridad figure como atributo exclusivo del capital” (Arroyo, 2009, 127). Para modificar esta ecuación, sin crear pánico en los capitalistas, se propone en sintonía con Pierre Rosanvallon, “la promoción de empleos de proximidad y el aprovechamiento de las redes territoriales para la generación de empleo y la redefinición de los seguros sociales” (Arroyo, 2009, 126).
Los proyectos socio-productivos o la gobernabilidad a escala micro
Existe cierto consenso en que los llamados proyectos socio-productivos, la economía social o economía solidaria, han venido creciendo desde la implementación del modelo neoliberal y que es una de las principales derivaciones de la crisis de ese modelo entre 1998 y 2002. En Brasil la economía solidaria ocupa un papel destacado al punto que mereció la creación de una Secretaría Nacional (SENAES) en el Ministerio de Trabajo encabezada por el economista Paul Singer. El I Congreso Nacional de Economía Solidaria, celebrado en 2006, fue convocado por los ministerios de Trabajo, Desarrollo Social y Desarrollo Agrario. El reglamento de la conferencia estableció que se eligieran más de mil delegados en las conferencias estatales, de los cuales la mitad representaron a los emprendimientos de economía solidaria, una cuarta parte a órganos del poder estatal y la otra cuarta parte a entidades de la sociedad civil (Ministerio de Trabalho e Emprego, 2006). Un movimiento que cuenta con 15 mil emprendimientos económicos de base y 1.200.000 asociados fue institucionalizado, al punto de integrarse a las políticas de desarrollo del gobierno federal.
Se trata de un movimiento social nacido contra el modelo, que ahora es promovido como estrategia y política de desarrollo. Paul Singer sostuvo, en el marco de la I Conferencia, que la economía solidaria “revierte la lógica capitalista al oponerse a la explotación del trabajo y de los recursos naturales, mediante la emergencia de un nuevo actor social”, que en su opinión puede “superar las contradicciones propias del capitalismo, lo que caracteriza su actuación como un proceso revolucionario” (Ministerio de Trabalho e Emprego, 2006, 11). Llega más lejos al definir, en consonancia con el gobierno de Lula, a la economía solidaria como “heredera de las más remotas luchas de emancipación popular”, y destacar su capacidad para “construir una sociedad sin clases, la sociedad socialista” (Ministerio de Trabalho e Emprego, 2006, 11). Por discutible que pueda parecer la posición oficialista, llama la atención que en el mismo texto Singer sostenga que ese potencial emancipatorio no puede realizarse sin la intervención del Estado a través de sus políticas sociales:
Como el desarrollo solidario es promovido por comunidades pobres, necesitan del apoyo de los órganos gubernamentales, de los bancos públicos, ONGs, universidades y organizaciones autónomas de fomento para identificar y desarrollar sus potencialidades socioeconómicas, étnicas y culturales. Un desarrollo sustentable con distribución de renta, mediante un crecimiento económico con protección de los ecosistemas, requiere alianzas entre las organizaciones solidarias del campo y de la ciudad con los poderes públicos en las tres áreas de gobierno (Ministerio de Trabalho e Emprego, 2006, 11).
En el caso argentino la intencionalidad estatal es similar. Se hace un paralelismo entre la hiperinflación de 1989 y la devaluación de 2001. Mientras la primera “instaló las ollas populares como base de lo que luego serían los comedores comunitarios, la devaluación impulsa las estrategias de la economía social como búsqueda de respuestas a la falta de ingresos” (Clemente; Girolami, 2006, 131). La línea de trabajo consiste en “construir con” ya que la definición unilateral por el Estado de las políticas sociales ha demostrado que presenta límites insuperables. Se procede a una suerte de división del trabajo: el Estado aporta recursos y personal especializado en tanto las organizaciones de base aportan el conocimiento territorial y las relaciones cara a cara con otros desposeídos con los que tienen vínculos horizontales y de confianza.
En esta nueva fase, las políticas sociales deben ser participativas y por tanto revalorizan el componente de cooperación y asociatividad como elementos claves para generar redes de contención de las personas desocupadas. “A más participación y movilización de los sectores afectados, más posibilidad de referenciar el problema de la desocupación como un problema social y no como déficit personal, lectura que favorece el desarrollo de las iniciativas socioproductivas como una estrategia de las organizaciones del propio sector afectado” (Clemente; Girolami, 2006, 135).
Desde el punto de vista estrictamente técnico, se produce un cambio notable: la asociatividad, la capacidad de organizarse y movilizarse, empata con la necesidad de las políticas sociales de restituir las perdidas capacidades para el trabajo y la cooperación entre diversos sujetos y diferentes actores en la sociedad. Esas capacidades son, precisamente, las que desarrollan los pobres organizados en movimientos y las que los ministerios de Desarrollo Social necesitan potenciar para que los recursos que vuelcan hacia los territorios de la pobreza no sean dilapidadas por prácticas clientelares, corrupción o simple ineficiencia burocrática. Quiero insistir en que apoyar al movimiento social no es sólo una opción política para los gobiernos progresistas del Cono Sur, sino el mejor modo de invertir con eficiencia y más probable retorno los recursos siempre escasos con los que cuentan. Haberlo comprendido es una de las rupturas más notables que produjo la segunda generación de políticas sociales.
Por el tipo de articulación, centrada en la producción y no en el consumo de subsistencia, la relación de los beneficiarios con el Estado en estos proyectos también puede ser menos asimétrica. Finalmente, la posibilidad de restablecer saberes relacionados con el trabajo (especialmente oficios), que vuelven a ser socialmente valorados, también contribuye a la construcción de canales de integración social (Clemente, 2006, 136).
El apoyo a los proyectos socioproductivos, hijos de los miles de emprendimientos creados por los piqueteros para multiplicar los escasos recursos que aportaba el Estado durante la emergencia social, tiene lecturas y derivaciones diversas. El Estado fue modificado por la crisis pero también lo fueron las organizaciones sociales. En marzo de 2005, el programa estatal Manos a la Obra del Ministerio de Desarrollo Social llegó a financiar 33.861 unidades productivas llegando a un total de 425.670 pequeños productores (Clemente; Girolami, 2006, 125). Una intervención tan vasta no pudo menos que influir seriamente en el micro-relacionamiento interno en los emprendimientos. Estos ganaron en estabilidad, mejoraron considerablemente los ingresos de sus participantes y permitieron forjar relaciones de confianza con las instituciones. En suma, lubricaron la gobernabilidad.
Desafíos de los movimientos ante las políticas sociales
En esta nueva fase son los movimientos los que enfrentan un problema nuevo, para el que no estaban preparados. La gobernabilidad en el escenario nacional, o regional, está anclada, y prefigurada, en miles de microespacios, y la una no podrá comprenderse sin la otra. La relación entre los gobiernos progresistas de la región sudamericana y los movimientos sociales de nuevo cuño, pasa necesariamente por esos espacios y esos territorios donde el modelo inspirado en el Consenso de Washington resultó depredador del vínculo social. Porque la legitimidad de los gobiernos no se juega principalmente en el terreno de las políticas macro, menos aún en el de los derechos universales, sino en su papel como proveedor de bienestar de la población (Chatterjee, 2007). Fue precisamente en el período de la emergencia, al mostrarse capaz de garantizar por lo menos la alimentación básica diaria de millones de pobres y empobrecidos, cuando el Estado argentino comenzó a remontar la aguda deslegitimación provocada por la última dictadura militar (1976-1982) y por una década de neoliberalismo depredador (1990-2000). Otros estados cosechan su legitimidad, en gran medida, también por los resultados de sus políticas sociales.
El problema mayor que enfrentan los movimientos nacidos en la última década, es que el modelo neoliberal, o más precisamente la acumulación por desposesión y el extractivismo, está lejos de haber sido superado. En toda la región este modelo se ha profundizado agravando las contradicciones sociales y ambientales, generando lo que el sociólogo brasileño Francisco de Oliveira define como “hegemonía al revés” (De Oliveira, 2007). En su opinión, lejos de acotar la autonomía del mercado, el gobierno Lula siguió la senda abierta por los presidentes Fernando Collor (1990-1992) y Fernando Henrique Cardoso (1995- 2003), ya que “sólo ha aumentado la autonomía del capital, retirando a las clases trabajadora y a la política cualquier posibilidad de disminuir al desigualdad social y aumentar la participación democrática” (De Oliveira, 2009). El modelo neoliberal sigue funcionando pero ya no gira en torno a las privatizaciones, la apertura económica y las desregulaciones, sino que se ha volcado en la apropiación de los bienes comunes. En todo caso, la desigualdad sigue creciendo pese a las políticas sociales (que en Brasil representan apenas el 1% del PIB), los bancos tienen las mayores ganancias de su historia y el crecimiento económico se basa en exportaciones de commodities agropecuarias y mineral de hierro, en una suerte de reprimarización de la estructura productiva del país. Es el camino que siguen los países de la región, más allá de las fuerzas políticas encargadas de administrar el gobierno.
Las políticas sociales acompañan y “compensan” la profundización del modelo neoliberal. Han conseguido la práctica desaparición de los movimientos sociales pero, por sobre todo, consiguen despolitizar la pobreza y la desigualdad al transformarlas “en problemas de administración” (De Oliveira, 2007). Los debates en torno a la pobreza demuestran la justeza de esta apreciación, ya que aparecen centrados en cuestiones técnicas y operativas en las que se evaporan los conceptos de opresión y explotación y las causas estructurales de la desigualdad. La simultánea profundización del modelo neoliberal y la extensión de programas sociales como Bolsa Familia, nos coloca frente a un fenómeno nuevo, que exige nuevas reflexiones. De Oliveira sostiene que los programas sociales no están integrando a las clases dominadas, como sostienen muchos analistas, sino apenas mejorando sus ingresos. El nuevo escenario, desde el triunfo electoral de Lula en 2002, impone repensar el arsenal teórico con el que se aborda la realidad.
Sostiene que las clases dominadas han conseguido la dirección de la sociedad, pero al precio de legitimar el capitalismo salvaje:
Estamos frente a una nueva dominación: los dominados realizan la “revolución moral” –derrota del apartheid en Sudáfrica; elección de Lula y Bolsa Familia en Brasil- que se transforma, y se deforma, en capitulación ante la explotación desenfrenada. En los términos de Marx y Engels, de la ecuación “fuerza+consentimiento” que conforma la hegemonía, desaparece el elemento “fuerza”. Y el consentimiento se transforma en su contrario: no son más los dominados los que consienten su propia explotación. Son los dominantes –los capitalistas y el capital- quienes consienten en ser políticamente conducidos por los dominados, a condición de que la “dirección moral” no cuestione la forma de explotación capitalista. Es una revolución epistemológica para la cual aún no tenemos la herramienta teórica adecuada. Nuestra herencia marxista gramsciana puede ser el punto de partida, pero ya no es el punto de llegada (De Oliveira, 2007).
Para los movimientos es el peor escenario imaginable, si se piensa en términos de larga duración y de emancipación. Que las clases dominantes acepten ser gobernadas por quienes se proclaman como representantes de los de abajo, es, por un lado, el precio que debieron pagar ante la irrupción masiva de ese abajo organizado en movimientos21. Supone, en paralelo, un cambio cultural de larga duración en la relación entre dominantes y dominados, sobre todo en aquellos países –la mayor parte de los de la región- donde ha gobernado una oligarquía formada durante el período colonial que ha mostrado hondo desprecio por los sectores populares.
Hasta el momento existen escasos debates sobre esta nueva realidad. La mayor parte de los movimientos y de los intelectuales de izquierda siguen empeñados en visualizar a los gobiernos progresistas como el mal menor, ante el temor de la restauración de las derechas conservadoras, con las cuales algunas izquierdas tienen cada vez menos diferencias. El problema podría formularse, como lo hace el Grupo Acontecimiento, de la siguiente manera: “¿Cómo operar en el interior de un campo en el que conviven el deseo de inventar -aquí y ahora- una nueva radicalidad política y, al mismo tiempo, vernos constantemente obligados a quedar por fuera de los procesos que se nos plantean día a día?” (Grupo Acontecimiento, 2009, 7).
Para superar esta difícil situación, que algunos califican como “impasse” (Colectivo Situaciones, 2009), los movimientos y el pensamiento crítico deberían encarar cuatro desafíos ineludibles, que paso a comentar.
1) El tipo de régimen político que corresponde a un período signado por la acumulación por desposesión y el modelo extractivista no es el mismo que correspondió al período de sustitución de importaciones y al desarrollo industrial que permitieron construir un Estado del Bienestar, aún con todas las limitaciones que tuvo en América Latina. Vivimos bajo regímenes electorales que permiten la rotación de los equipos dirigentes pero bloquean cambios estructurales, salvo que existan desbordes desde abajo que impongan la búsqueda de nuevos modelos. En suma, democracias restringidas, tuteladas por el poder blando de los medios masivos de comunicación que condicionan y acotan la agenda política, y el poder duro del imperio, el capital financiero y las multinacionales, que amenazan con desestabilizar los gobiernos que buscan implementar cambios de fondo. El Estado no podrá ser, por tanto, la palanca principal de los cambios necesarios. Para que sean posibles, resulta indispensable la irrupción de los sectores populares organizados en movimientos.
21 Excluyo los casos de Bolivia y Venezuela donde las clases dominantes están viendo afectados sus intereses.
2) En la coyuntura actual, en sentido riguroso no podemos ya seguir hablando de movimientos sociales sino de organizaciones sociales. Estas se caracterizan por la existencia de jerarquías internas y división del trabajo entre quienes toman decisiones y los que las ejecutan, que vienen a sustituir los mecanismos de democracia directa que caracterizan a los movimientos. Estas organizaciones tienen además presupuestos fijos, fuentes de recursos regulares, formación política y técnica propia, equipamientos y sector administrativo, como parte de la estatización de la sociedad civil (Instituto Humanitas Unisinos, 2009). Muchos movimientos que han sido formateados por la cooperación internacional y las políticas sociales presentan un perfil muy similar, si no idéntico, al de las ONGs con las que mantienen fluidos lazos y relaciones de dependencia económica e intelectual. Una de las consecuencias es la profesionalización de los equipos dirigentes de los movimientos.
No será posible recuperar el protagonismo de los movimientos sociales sin el retorno a las prácticas de base y una clarificación conceptual que lleve a desechar ideas inseridas en el cuerpo social por la cooperación. O sea, el retorno al conflicto como eje estructurador de los movimientos y de su análisis y comprensión de la realidad. El concepto de sociedad civil, a través del cual se trasmite la propuesta política de trabajar por una sociedad armónica integrada por actores que buscan el consenso y operan a través de él, es uno de los varios legados de la cooperación (Pérez Baltodano, 2006).
3) Es necesario comprender las políticas sociales no como “conquistas” sino como la forma de gobernar y contener a los pobres para permitir la privatización de los bienes comunes. El actual modelo extractivista no es sostenible sin políticas sociales porque inhibe la distribución de renta, excluye a amplios sectores de la población ya que no necesita ni trabajadores ni consumidores, es polarizador y fomenta la militarización de los espacios que controla. Propongo que las políticas sociales sean entendidas como un nuevo panóptico, como el modo de control y disciplinamiento a cielo abierto de las muchedumbres que se apiñan en las periferias urbanas. El problema más grave, que a menudo obtura la comprensión del dispositivo, es que las mallas de la dominación están tejidas ahora con las mismas hebras que sustentaron la resistencia: los movimientos troquelados como organizaciones.
4) El punto final, el más complejo y polémico, es el que deriva del análisis que hace De Oliveira: la política es sustituida por la administración, el conflicto por el consenso, disminuye la participación democrática pero aumenta la autonomía del capital. “El lulismo es una regresión política, la vanguardia del atraso y el atraso de la vanguardia” (De Oliveira, 2009). Excluyendo una vez más los casos de Bolivia y Venezuela, resulta imperioso clarificar de qué se trata, desde una mirada de larga duración y desde la tensión por la emancipación social, este conjunto de procesos que hemos denominado como “gobiernos progresistas”. Si miramos la realidad desde las urgencias de los más pobres y desde las relaciones interestatales, con especial atención en la relación con Estados Unidos, no cabe duda que estos gobiernos son un paso adelante. Pero si los observamos en perspectiva, posando la mirada en la continuidad de un modelo que privatiza los bienes comunes y polariza las sociedades profundizando la exclusión, el resultado aparece mucho menos claro.
Peor aún si nos fijamos en la pérdida de poder de los oprimidos, que en estos años han visto evaporarse la potencia de sus organizaciones y son cada vez más dependientes de las ayudas estatales para sobrevivir, porque sus territorios –rurales y urbanos- han sido ocupados por el capital financiero en las diversas formas que asume de especulación inmobiliaria, apropiación y destrucción de la naturaleza. En el horizonte, no aparecen aún signos de reactivación del conflicto como señal de que los de abajo están recuperando su capacidad de actuar políticamente.
Bibliografía
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